Doce Elementos de Ariel Mestralet tiene licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina License.
Oculto entre las hierbas, esperaba en silencio. La respiración lenta, pausada, casi imperceptible. Su cuerpo, cada músculo, cada fibra estaba lo suficientemente tensa, lo suficientemente relajada, a punto para la acción. Agazapado contra la húmeda tierra de aquel bosque milenario, Aldair parecía ajeno a la fina pero constante llovizna que con el correr de los minutos lo había empapado casi en su totalidad. En su mente todo era paz y espera. Nada perturbaba su concentración. Solo la espera era importante.
Los sonidos del bosque habían vuelto poco a poco. Las aves se habían acostumbrado a la presencia casi estática del muchacho y lo tomaban ahora como parte del paisaje. Como podrían serlo un tronco o una roca de las tantas que allí abundaban. El suave y monótono golpear de las gotas sobre las hojas de árboles y arbustos contribuía a incrementar la sensación de paz y quietud solo rota por algunos pájaros que trinaban y saltaban alegremente entre las ramas. No pudo evitar compararlos con los niños que muy de vez en cuando había visto en las aldeas vecinas a la suya. Niños jugando bajo la lluvia.
Al fin y al cabo, los sonidos normales de cualquier bosque milenario.
Finalmente, como suele suceder con el hombre paciente: su recompensa. Un ciervo macho de importante tamaño en busca de algo que comer llegó al claro atraído por el olor a pasto mojado. Ajeno al peligro, no sospechaba la presencia humana pues todo se veía y oía normal. El cazador apretó más fuerte el cuchillo que tenía en la mano derecha. Solo debía esperar que el animal se acercara un poco más. Solo un poco más. Una leve emoción le recorrió el cuerpo. Imaginó las alabanzas y los celos que despertaría cuando en su aldea lo vieran llegar con semejante ejemplar y sonrió complacido.
De repente un gran silencio lo envolvió todo otra vez. Algunas aves volaron y las que no, enmudecieron. El animal, sobresaltado, levantó la cabeza en dirección contraria a donde esperaba el muchacho; sus orejas se movían de un lado a otro buscando la fuente del invisible peligro. Miró brevemente y huyó de nuevo hacia la protección de los árboles. El entonces frustrado cazador, que hasta el momento había permanecido quieto, pese a la sorpresa tampoco se inmuto ahora. Algo ajeno a él mismo había asustado al ciervo. Algo había asustado a todos los animales. Continuó esperando, con la vista fija en la vegetación cerrada y enseguida, de la espesura, llegó corriendo otro hombre. Jadeando y sangrando. Con la mano derecha sujetaba el costado izquierdo de su vientre y en su rostro se apreciaba un claro gesto de dolor. Dio unos cuantos pasos y cayó al suelo.
Pasaron algunos instantes. No se movía, bien por el agotamiento o bien por la sangre que había perdido. El cazador tampoco se movía. Observaba desde la protección de su escondite en busca de algo más; algo que no se hizo esperar. Por el mismo lugar en que había aparecido el primer sujeto llegaron otros tres. Altos y fornidos todos y armados con espadas cortas que llevaban desenfundadas. Aldair no reconoció sus ropas. Vestían pantalones de lo que parecía ser algún tipo de lana y dos de ellos estaban protegidos de la lluvia por una especie de capote del mismo material, de una pieza y con un orificio al medio por donde pasaban la cabeza. Lo llevaban ceñido al cuerpo por medio de correas de cuero. El tercero usaba una capa rectangular también de lana pero sin correas, cerrada por un broche a la altura del pecho. Por el brillo que poseían estas prendas y por la forma en que el agua se deslizaba sobre ellas debían estar recubiertas por algún tipo de grasa o aceite que las volvía impermeables. En comparación la ropa que él vestía era verdaderamente rústica y simple. Todos calzaban sandalias hechas de cuero, atadas desde el centro del pie hasta la parte superior del tobillo. No parecían pertenecer a ninguno de los clanes de la región. Al menos ninguno que él conociera.
Al acercarse al hombre en el piso, rieron e intercambiaron algunas palabras en una lengua extraña, mientras, tomándose las rodillas con las manos recobraban el aliento. Uno dijo algo al caído que por el tono y los gestos de su rostro pareció ser un insulto, luego lo escupió y pateó en el costado pero el herido no reaccionó. Quedaba claro que no tenían buenas intensiones.
Fue entonces que no pareciéndole muy justa la cuenta de tres contra uno, Aldair decidió intervenir. Como un relámpago saltó de su escondite espada en mano y dando un grito de alto. Sorprendidos, los tres quedaron estáticos. No esperaban encontrar ser humano alguno por esas latitudes y la imagen del bárbaro que tenían enfrente con su metro noventa de estatura, larga cabellera rubia, cuerpo enorme y bien formado cuyo aspecto les recordaba a un poderoso dios Baco debió ser en un principio algo difícil de prever. El muchacho Intentó explicarles el carácter sagrado de las tierra en que se hallaban. Intentó hacerles ver que no se permitía el derramamiento de sangre injustificada y mucho menos a mano de extranjeros. Pero como era de suponerse ninguno entendió una palabra de aquello y por toda respuesta alzaron sus espadas al unísono en actitud aun menos amigable que antes. Intercambiaron entre ellos algunas palabras que tampoco pudo entender. Definitivamente desconocía su lengua. Creyó escuchar la palabra “Galli” dicha nerviosamente por el que parecía dar las órdenes refiriéndose a él. Se los veía asustados y en rigor de verdad no era para menos. Habían escuchado ciertas historias sobre aquellos bosques y sus mágicos habitantes. Historias que para el lector de nuestros días pueden resultar tontas e incluso infantiles pero no debemos olvidar, sin embargo, que en aquellos tiempos el limite entre lo natural y lo sobrenatural no era más que una franja difusa donde todo era posible.
Lo que ocurrió a continuación no demoró demasiado. Más o menos recuperados de la sorpresa, dos de los tres sujetos se abalanzaron hacia Aldair. Este, en un rápido movimiento esquivó al primero girando sobre si mismo, mientras la espada de su oponente cortaba el aire justo frente a su cara. En el mismo movimiento chocó su hoja contra la del segundo, deteniéndola y deteniendo así su avance mientras que con la mano izquierda enterraba el cuchillo de caza en la garganta del primer agresor quien entonces caía de rodillas al suelo, desconcertado, asustado y desangrándose. Mientras tanto su compañero intentaba una y otra vez clavar la espada en el cuerpo del cazador sin mas resultado que el de fallar reiteradamente. Se movía muy rápido, con sorprendente destreza y gritando como loco. Tenía la mirada encendida y una mueca grotesca en la cara. Nunca había visto a nadie luchar así. Parecía alguna clase de demonio y sin duda alguna eso debía ser. Tomado por la sorpresa, el tercer atacante quedó estático en su sitio. Esta breve pero inconveniente demora solo sirvió para que el segundo de sus compañeros fuera también muerto por el desconocido. El mismo que ahora se acercaba peligrosamente hacia él. El primer impulso fue enfrentarlo pero a la luz de los hechos se sintió invadido de un inmenso terror. Verlo pelear de semejante manera. Matando a dos guerreros tan acostumbrados a la lucha como si cazara un conejo de las praderas le quitó las pocas dudas. Las historias eran ciertas, tenían que serlo. Aquel ser no era natural y él tampoco podría detenerlo. Miro a sus compañeros caídos y al bárbaro de nuevo. Entonces giró sobre sus talones olvidando al que perseguían y corrió por su vida con todas las fuerzas que sus dioses pudieron imprimirle.
Atrás, el demonio reía a gritos.
Aldair rió y gritó tan fuertemente como sus pulmones se lo permitieron, liberando así la excitación que le producía entrar en combate. Excitación que le recorría íntegramente el cuerpo y lo llenaba de placer animal. Tomó aire y se calmo un poco y una vez seguro de que no existía ningún peligro en las cercanías se ocupó de los caídos. Giró con cuidado al que era perseguido dejándolo boca arriba para poder estudiarlo. Le llamó poderosamente la atención el color de su piel. Era moreno. Muchas veces había oído acerca de razas diferentes a la suya. Gente de muy lejos, de otras regiones mas allá del mundo conocido por él mismo. Pero nunca había visto personalmente a alguien de estas características.
Apoyo una mano en el pecho, sobre su corazón. Aún latía.
Revisó a los otros dos pero no habían tenido la misma suerte. Estaban muertos y pronto la naturaleza haría buen uso de ellos. Sin perder tiempo recolectó algunas hojas y raíces del lugar. Las molió sobre una corteza de árbol y preparó un bálsamo que colocó dentro de la herida del moreno. Improvisó un vendaje con algunas fibras vegetales con lo que consiguió parar la hemorragia. Luego lo cargó sobre sus espaldas y emprendió la vuelta a la aldea.
El camino no era ni fácil ni corto y mucho menos rápido. En cierto momento debió cruzar un arroyo muy caudaloso que a causa de la lluvia estaba ahora mucho más peligroso que de costumbre. Allí casi pierde el equilibrio y a su preciada carga pero afortunadamente y con gran esfuerzo logró mantenerse en pie, con el agua hasta la cintura y cruzar exitosamente a la orilla opuesta. Una vez del otro lado recostó al hombre sobre el pasto húmedo y revisó el vendaje. Con el movimiento se había corrido, por lo que debió volver a acomodarlo y mientras lo hacía pudo estudiar con más atención al extranjero. Tenía un rostro joven lo que denotaba que no era mucho mayor que el mismo. De contextura atlética, de músculos duros y bien marcados aunque no muy voluminosos. Parecía muy fibroso y pudo adivinar que seria una persona dueña de una gran agilidad. Respiraba con dificultad por lo que no debía demorarse o no vería un nuevo amanecer. Volvió a cargarlo en la espalda y retomó la marcha. La aldea aun no estaba cerca y llegar a ella rápido significaba la diferencia entre la vida y la muerte del otro.
Mientras se movía con bastante agilidad pese al peso extra, no podía dejar de pensar en toda la situación. ¿Quiénes eran estos extranjeros? ¿Por qué perseguían al moreno? ¿Quiénes eran los sujetos a los que había dado muerte? Se preguntaba si habría más por ahí; si le asaltarían en cualquier momento. Tenía que apurarse. Debía dar aviso a su gente.
Le tomó tres horas aproximadamente llegar a la aldea. De haber cargado con el enorme ciervo seguramente le habría insumido medio día o más, pero un ciervo muerto no requeriría la misma urgencia. Por fin divisó la empalizada exterior. Estaba exhausto y las piernas casi no le respondían pero aun debía sortear esos pocos metros. El pecho le dolía al llenarse de aire. Cada inspiración era una lengua de fuego que le quemaba por dentro. Finalmente, a escasos metros del portón principal divisó a dos jóvenes que salían rumbo al bosque y al verlo corrieron hasta él. Se extrañaron al encontrar tan atípica carga pero le ayudaron a moverlo dentro de la aldea sin perdida de tiempo y sin hacer preguntas. En seguida otros se reunieron con ellos. Todos se admiraban al ver al moreno pues jamás habían visto gente parecida. Rápidamente lo condujeron a la cabaña de uno de los ancianos y este se hizo cargo de la situación. Retiró los vendajes y revisó la herida mientras asentía con la cabeza aprobando el trabajo hecho. Luego pidió que lo dejaran solo con el herido. Aldair intentó quedarse pero lo envío a descansar y este aceptó, aunque de de mala gana, solo porque estaba realmente agotado.
Al salir se cruzó con Melvin, el líder de la aldea y maestro suyo que llegaba traído por uno de los jóvenes a pedido del otro anciano. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio a su discípulo hasta que lo tuvo enfrente. Traía una cara de preocupación que jamás le había conocido y esto inquietó mucho al joven. Intentó preguntarle pero lo detuvo antes de que pudiera decir nada.
—Si las cosas son como me cuentan, imagino que tendrás muchas preguntas.
El muchacho asintió con la cabeza.
—Hablaremos luego, entonces —Dijo y desapareció hacia el interior de la cabaña, dejándolo solo pero en compañía de muchas dudas y preocupaciones.
Casi al anochecer la lluvia había dado un respiro y Melvin buscó a Aldair. Le indicaron que se encontraba debajo de “El Gran Dolmen” desde horas tempranas de la tarde y allí mismo lo encontró luego el anciano. Pensativo y serio. Cuando vio acercarse a su maestro, el muchacho intentó ponerse de pie como muestra de respeto ante alguien de su rango y edad pero le hizo señas de que permaneciera sentado. El nombre real de su tutor era un misterio para él ya que "Melvin " significaba simplemente jefe y era más bien un título que un nombre en sí. Era el mote que tomaba quien encabezaba y dirigía aquella congregación de druidas guerreros, pues eso era en realidad aquella aldea. Acceder a dicho cargo no era sencillo puesto que la persona que lo tomase debía demostrar ser muy capaz, estar perfectamente entrenada en las artes guerreras y poseer una sabiduría insuperable. Para determinar quien reunía todas esas características, una vez muerto el anterior Melvin, un consejo de doce ancianos sabios se reunía en lo profundo del bosque durante días y deliberaba hasta llegar a una decisión unánime e irrevocable. Para comunicarla al resto de las aldeas se quemaba paja seca la que producía humo blanco y de esta forma quedaba sellada la decisión. El lector notará la similitud con el método que más de mil años después sería utilizado por otra congregación de ancianos sabios muy distinta de esta, para informar a sus fieles y seguidores acerca de una decisión muy similar.
El anciano se sentó trabajosamente al lado de su discípulo y este levantó la vista encontrándose con la de su maestro; amable, serena y llena de una infinita paciencia. Permanecieron en silencio algunos minutos estudiándose mutuamente. El más joven no pronunciaba palabra pues significaba una falta de respeto hacerlo antes que el mas sabio de los dos. El anciano, a su vez, ordenaba sus ideas; sabia que luego de la charla que se estaba gestando habría un antes y un después en la vida de su protegido y posiblemente de toda su raza.
—Debías traer comida y en su lugar has traído un visitante —le reprochó por fin.
—Maestro —dijo confuso—, no podía dejar que lo mataran. Eran varios contra uno y estaba herido.
El viejo suspiró. Conocía muy bien a su aprendiz y sabía que era inútil luchar contra un carácter como el suyo. Sonrió apenas y continuó hablándole.
—Nuestra misión va más allá de la individualidad de una persona. El destino de "muchos" descansa en nuestras manos y no podemos arriesgarnos por actos heroicos individuales. No importa lo altruistas que estos sean.
El joven, que hasta ahora lo veía a los ojos, bajó la mirada hacia el piso. Hacia la nada...
—De todas maneras, en esta oportunidad has obrado bien. —Aldair lo miró sorprendido.
>>Seguramente te has hecho muchas preguntas desde tu encuentro con él y sus perseguidores —El joven trago saliva y asintió desconcertado. Sabía que había roto una regla muy importante al traer a un desconocido a su aldea y esperaba algún tipo de reprimenda. Algo leve, como tantas otras veces al caer en sus incumplimientos pero no una aceptación como aquella.
—Entiendo tu desconcierto, hijo. Nuestras leyes son muy estrictas, no cabe duda, pero incluso nosotros tenemos excepciones. ¡Debemos tenerlas!
—Entiendo —respondió, pero fue más bien una cortesía que una realidad.
—No; no creo que puedas hacerlo, Aldair. Para ello necesitas saber cosas que aun ignoras.
El maestro apoyó una mano sobre el hombro de su alumno y se incorporó trabajosamente pero sin aceptar la ayuda que el otro le ofrecía. Instantes más tarde ambos caminaban rumbo a la cabaña del viejo; llegando en el momento justo en que la lluvia retomaba su ritmo. Una vez adentro el anciano avivó las llamas del fogón que en una sociedad como la suya servía a la vez para dar calor, iluminarse, calentar agua y cocinar los alimentos. Razón por la cual se lo mantenía siempre encendido. Cuando terminó se dirigió hacia la pequeña ventana. Afuera llovía con más fuerza aun que antes y el olor a tierra y pasto mojados entraban por la abertura sin vidrios. Miró hacia el exterior y poso su vista en las copas de los gigantescos árboles. En realidad en las sombras que estas creaban al ser tenuemente iluminadas por los pocos rayos de luna que atravesaban las nubes. Imaginó la magnitud de ese bosque sagrado, morada de sus dioses protectores pero también de otros secretos.
—Tuve un sueño la noche pasada—. Se dio vuelta quedando frente al joven aprendiz de druida. Permaneció en silencio largos segundos. Sopesando las palabras que iba a decir.
—Soñé con la llegada de nuestro enigmático visitante y sus perseguidores.
El muchacho se quedó quieto en su lugar con la boca abierta como si intentara decir algo pero no encontraba las palabras.
—Hoy tu formación tomará un nuevo rumbo. A partir de esta noche te formaras en “La Verdad” que a muy pocos les está permitida conocer.
Con la mano señaló un tronco junto al fogón, el muchacho tomó asiento y su maestro hizo lo mismo en el que estaba a su lado. Habría conversación para un buen rato.
Varias horas mas tarde, de vuelta en su pequeña cabaña Aldair intentaba ordenar y entender la magnitud de lo que acababa de descubrir. De forma mecánica tomó una varilla de hierro que cumplía la función de atizador y comenzó a revolver entre las cenizas del fogón en busca de algunas brazas que había tenido la precaución de cubrir a la mañana evitando así que se consumieran completamente. Cuando logró encontrar algunas tomó un puñado de paja seca, algunas ramas finas y se las hecho encima. Sopló suavemente hasta encender una pequeña llama y entonces con cuidado de no apagarla, acomodó un par de troncos y se sentó a ver como las llamas crecían y los devoraban con avidez. Siempre imaginó que eran duendes del bosque; seres saltarines que mordían y tragaban la madera hasta no dejar nada más que cenizas. Sonrío. Siempre sonreía al evocar esta imagen. Solo que esta vez su sonrisa era más bien un escudo. Una protección que intentaba, sin mucho éxito, aislarlo y alejarlo de ideas extrañas. Se sentía solo, desprotegido y embargado de un cierto temor. Temor a lo desconocido...
Volvió a sonreír ante la ironía. Él que siempre se había jactado de no temerle a nada ni a nadie sintió de pronto una rara sensación incomoda subiendo por su espalda. Por primera vez en la vida su mundo ya no era tan concreto ni tan real como él suponía.
Esa noche había descubierto la existencia de cosas que desconocía y la certeza de muchas otras que aun ignoraba y eso lo asustaba.
No sería la última vez...
5 comentarios:
Doce Elementos es lo primero que me animo a escribir y mostrar. También es lo primero que me da unos enormes deseos de continuar y ver algun día terminado. Cada vez que pueda iré agregando nuevos capítulos a esta idea que de a poco va tomando más y más forma.
Muchas gracias por pasar, leer y no salir huyendo. Espero con el tiempo ir puliéndome para hacerles menos penosa la tarea de compartir esta historia de ficción. Si lo desean y será bien recibido, pueden dejarme su opinión al respecto.
Ariel, fué una muy grata sorpresa encontrarme con tu publicación. Me gustó, lo disfruté, y ciertamente me dejo esperando nuevos capítulos. Te dejo un abrazo. Maraino C.
Muy bueno!
Espero con ansia el segundo capítulo!
Hasta pronto!
Cecilia
Gracias por visitar mi blog y dejar tu comentario. "Extranjeros" es una historia que invita a leer hasta el final, me gustan las imágenes que percibo mientras la leo y el final es un apropiado enganche para seguirla con mucho interés.
Ariel la historia "EXTRAJEROS" me parecio y estoy deceoso de continuar la lectura de la misma, así que te agradezco y te insto muy respetuosamente a cintinuar escribiendo. Gracias Germán de Mar del Plata
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