Doce Elementos de Ariel Mestralet tiene licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina License.
El fuego crepitaba
de modo hipnótico. Algunos insectos revoloteaban sobre él atraídos por la luz
que emanaba de las llamas. Jugaban y realizaban alocadas piruetas para luego
desaparecer en la noche igual que como habían llegado. Algunos, sin embargo, se
zambullían en el ígneo mar de locura fusionando su esencia con la energía
destructora, o creadora, según como se la mirase, del fuego. A su calor, los
cuatro charlaban de sus cosas. En un extremo el anciano druida y su joven
compañero conversaban serios y a media voz. Más allá, el herrero y el guerrero
lo hacían más animados. Reían, bromeaban y maldecían a viva voz. Era evidente
que no trataban temas del mismo tipo.
—En ambas ocasiones fue
lo mismo. Una luz intensa y la figura frente a ella que me habla.
—¿Y el mensaje?
—El mismo cada vez: «
Es hora Aldair »
—¿Y dices que nunca
antes de tu encuentro sexual con Edana habías vislumbrado algo así?
—Jamás.
El anciano se perdió,
como siempre que algo le preocupaba, en sus pensamientos más profundos. Aldair
no desconocía dicha costumbre y sabiendo que algo importante ocurría allí
dentro aguardó en respetuoso silencio.
—Hace muchos años tuve
una revelación similar—. Declaró el viejo.
»Si —confirmó al ver la
cara de sorpresa del muchacho—. Una fuerte luz de fondo y una sombra, una
silueta entre dicha luz y yo.
—¿Es esa la fuente
maestro? Te suplico que me cuentes lo que sabes. Estoy realmente confuso. ¿No
es esa la prueba de que los dioses realmente existen?
—No necesariamente hijo
mío. No necesariamente…
—¿Y sobre el mensaje?
¿Era el mismo?
—De cierta manera lo
era.
—¿Fue algún tipo de
premonición? ¿Qué sucedió luego?
Melvin miró seriamente
al que evidentemente siempre sería su alumno más allá de los títulos. «Hay
tanto que debo enseñarte aun» pensó. Se llevó la pipa a los labios, achicó los
ojos mientras chupaba el humo dulzón y le sonrió.
—Te encontré a ti hijo
mío.
—¿Cómo dices?
—Te encontré a ti, un
pequeño niño indefenso solo en el inmenso bosque.
—Entonces… ¿El mensaje
te dijo que me encontrarías allí?
—No, simplemente que
fuera. Me indicó que fuera y buscara la
luz.
—¿Luz? —Preguntó
extrañado el muchacho—. ¿Qué tipo de luz?
—La voz no lo dijo.
Solo que buscara la gran luz.
»Recuerdo que, igual a
como te ocurrió a ti, yo estaba adormeciéndome. De pronto apareció ante mí
aquella visión. Sin pérdida de tiempo me levanté de la cama, me puse nuevamente
la túnica y salí sin saber muy bien hacia donde. Pero algo en mi interior me
guiaba. Tenía una extraña sensación; una idea si quieres.
—¿Una premonición?
—Algo incluso mejor.
»Años atrás, cuando era
tan solo un cachorro, me ocurrió algo muy extraño. Cierto día sufrí un percance
que bien podría haberme costado la vida. Por mi propia negligencia me acerqué
demasiado a un acantilado y quedé colgado del borde al perder pié. La piedra
estaba muy resbalosa a causa de una gran neblina que lo envolvía todo. Por más
que lo intentaba no podía trepar y no encontraba nada a que aferrarme. Pasaron unos
cuantos momentos, el dolor se fue apoderando de cada uno de mis músculos y yo
comencé a desesperarme. Pero no había nada que pudiera hacer para ponerme a
salvo. Comencé a rezar a los dioses. A suplicar que perdonaran mi torpeza pero
no parecía dar gran resultado. Entonces, cuando mis manos ya cansadas
decidieron soltarse, otras mucho más fuertes
me asieron en el último instante evitando que cayera en el vacío y me
izaron. Una vez arriba, a salvo, me encontré con un muchacho de más o menos tu
edad aunque a mí, en aquel entonces, me pareció muy viejo. ¿Cómo cambia nuestra
percepción de las cosas a medida que crecemos, verdad? En fin… luego de que se
me pasara el susto, o sea cuando recuperé el color y el habla, no tenía
palabras para agradecerle por haberme salvado la vida. Cuando por fin lo dejé
hablar me contó que estaba perdido. Se había separado de su grupo que iba en
peregrinación a lugares lejanos y no parecía reconocer el terreno. Me contó que
provenía de las Tierras Oscuras, de nuestra aldea, para ser más exacto. Solo
que yo aun no la conocía. Ni siquiera sabía que estaba destinado a ser un
Druida. Mucho menos el principal de muchos de ellos.
—¿Y qué pasó luego?
—interrumpió, como solía hacer con los relatos de su maestro, nuestro querido
Aldair.
—No seas impaciente.
—Bromeó el otro mientras le alcanzaba la pipa.
Aldair tomó el
instrumento y contestó con un chasquido de la lengua contra el paladar mientras
se disponía a fumar.
—Aquel hombre me contó
algunas aventuras, me contó que era druida y que había sido ordenado hacía muy
poco sobre la piedra de un gran altar. Escuché su relato con sumo interés. En
mi mente esbocé todo lo que me contaba con todo detalle y fue entonces cuando
decidí que yo debía convertirme en un druida. Si Aldair, no me mires tan
extrañado. Así fue como conocí mi vocación.
—No conocía esa
historia Padre. ¿Por qué…?
—Algún día te la
contaré completa, hijo mío. No hoy por supuesto pues nos estamos yendo de tema.
»Como te decía: cuando
mi interlocutor desapareció, ya que así fue, pues al amanecer cuando desperté
simplemente no estaba, decidí que viajaría a Las Tierras Oscuras. Días después
emprendí el camino hacia lo que con el tiempo sería mi hogar y más tarde el
tuyo. ¿Que sabía yo de imposibles en aquella época? ¿Un niño huérfano de padre
y madre? ¿Solo en el mundo y más pobre que una ardilla? No había muchas chances
de lograrlo y sin embargo aquí estamos. Al llegar lo primero que vi fue el
altar. Increíblemente era exacto como me lo había imaginado. No existía
diferencia alguna. Incluso el pasto estaba tan largo como yo lo viera en mis
pensamientos. Jamás olvidé aquel encuentro Aldair. Tan marcado a fuego quedó
aquello que la noche en que salí sin rumbo, siguiendo tan solo una corazonada
fue allí mismo a donde me llevaron mis piernas. El lugar donde años antes
encontrara a aquel desconocido fue el lugar donde te encontré a ti.
—¡Increíble!
—Puedes jurarlo amigo
mío.
Aldair se sintió de
pronto emocionado. Era la primera vez que su maestro lo llamaba simplemente «amigo
mío». Ni hijo, ni discípulo, títulos aquellos muy importantes. Pero amigo era
una palabra muy fuerte para un celta. Una forma de ver y reconocer al otro como
un par, un igual. La amistad no se obsequia, se gana. Los ojos se le
humedecieron. Afortunadamente el fulgor del fuego no le permitiría quedar en
evidencia.
—¿Fue entonces allí donde me encontraste?
—A pasos del
acantilado, entre los Robles. Envuelto, como ya te he contado otras veces, en
esas ropas tan extrañas. Solo. Completamente solo como si hubieses aparecido de
la nada.
—Pero ¿y la luz que
mencionas?
—Olvidé aquel detalle. Momentos
antes de perder el equilibrio, luego de que la niebla apareciera de la nada y
lo consumiera todo una luz extraña apareció en el cielo. Tenía los colores del
arcoíris pero de forma muy diferente. Eran como olas en el firmamento; no es
sencillo de explicar pues jamás volví a ver nada parecido hasta la noche en que
te encontré. En ambas ocasiones apareció de repente y se esfumó de la misma
manera.
—Entonces…
Aldair interrumpió lo
que iba a decir y se puso de pié. Un chasquido, un ruido fuera de lugar se
había hecho oír desde la oscuridad del bosque a solo unos pasos desde donde
ellos estaban. De los otros, solo Alain se había percatado y miraba al joven
druida como interrogándolo. Ni Melvin ni Enda habían oído nada y solo se
pusieron de pié cuando vieron que los otros dos lo hacían. Aldair sintió una
breve pena por su maestro. Años atrás el también habría reaccionado. La vejez
lo estaba alcanzando sin dudas. Rápidamente le hizo una seña a Alain para que
se dirigiera hacia la derecha del añejo árbol detrás del cual se oyera el chasquido.
El mismo iría por la izquierda en un intento por rodear a lo que fuera que
estuviese allí agazapado. Los otros dos los miraban desconfiados. Melvin sin
embargo se dio cuenta enseguida de lo que estaba ocurriendo y llevándose el
dedo índice de la mano derecha a los labios hizo un gesto solicitándole a Enda
que no fuera a hablar.
El golpe fue algo que
el druida guerrero no esperaba recibir. Aldair llegó antes que su compañero al
grueso tronco y esperaba sorprender a quien ahí se escondiera. Solo que lo que
se escondía fue mucho más rápido que él y el golpe en el pecho lo tiró de
espaldas al piso mojado por la humedad de la noche. «Quien…» alcanzó a emitir. Su
atacante se le arrojó encima quitándole toda oportunidad de ponerse de pié.
Instintivamente cerró los ojos y esperó el golpe.
—Esta vez uso
pantalones. —Le dijo la suave y voz de mujer.
—¿Quién…? ¡No puede
ser!
De pronto se sintió sorprendido.
Gratamente sorprendido.
La joven se levantó
rápidamente y desde lo alto le tendió la mano. Aldair aceptó el gesto y se puso
de pié. Pero al estar ya erguido tiró del brazo y atrajo a su dueña hacia él.
La estrechó en un abrazo fuerte y efusivo y comenzó a besarla.
—Bueno, bueno. Que no
es para tanto. —Bromeó Edana mientras intentaba separarse.
—OOOOO—
Los vengo siguiendo
desde que salieron. Aunque tardé un día en tomar la decisión por lo que me fue
difícil al principio dar con su paradero. Imagínense mi sorpresa cuando me
enteré que habías hecho estragos en el inútil de Pentilo.
—¿Conoces a Pentilo?
—dijo Enda con tono de sorpresa.
—¿Que si lo conozco?
Prácticamente nos criamos juntos.
—¿No te dije que mi
padre es noble?
—Sí, pero nunca
mencionaste que viviera en la aldea de Pentilo.
—¡Bah! Tranquilo
Aldair. Nadie ama demasiado al bueno para nada de Pentilo y a su arrogante
padre. Desde que están tan obsesionados con las palabras de su maldito druida
ya no ven la realidad que les rodea. Buen trío hacen los tres.
Aldair miró entonces a
Melvin, este fumaba de su pipa mientras emitía pequeñas risitas.
—¿Tu lo sabías padre?
—¿Cómo no voy a saber
la procedencia de Edana? ¿Qué clase de administrador crees que sería si no
evaluara quien ingresa y quién no?
—Pero… podrías
habérmelo comentado cuando supiste que iría a la aldea de Arkilo.
—¿Con qué motivo? —Dio
una pitada—. Se supone que deberías estar en la escuela en este preciso momento
jovencita.
Ambos miraron a la
muchacha. Esta enrojeció pero nadie lo notó a causa de la penumbra.
—Decidí que no quería
perderme la aventura. Y si solicitaba permiso sé muy bien que me lo hubieran
negado. Asique aquí estamos.
Aldair la miraba
embelesado. El brillo del fuego reflejado en los grandes y hermosos ojos verdes, el resplandor rojizo jugaba con
las suaves curvas del delicado rostro. Parecía un hada salida de lo profundo
del bosque.
De pronto se
sobresaltó. Los dos hombres jóvenes habían roto a reír a todo pulmón. Aldair
quitó los ojos de la muchacha y los posó en los de su maestro. Este también reía
aunque de forma más delicada. Como si no quisiera perturbar los sentimientos
del otro.
—Y eso es lo que pasa
amigos míos —dijo Enda— cuando a un gran mago le pones enfrente una hermosa
mujer. Se convierte en un niño enamorado—. Concluyó.
Alain se descostillaba de
risa en el suelo y Melvin, un poco más
discreto, lo hacía desde su posición sobre el tronco. Si hubieran estado bajo
una luz menos rojiza todos habrían podido ver como el rostro del druida se tornaba
del color de las brazas y el de la chica no se quedaba atrás. Se puso seria, con
los brazos en jarra y la frente erguida. Al ver que no se detenían increpó a
los que reían:
—No es gracioso en
realidad.
Aquello bastó para que
Melvin perdiera la poca compostura que le quedaba y que Enda se abrazara al
árbol más próximo para no caerse. Tal era el estado de tentación en el que se
encontraba.
A la mañana siguiente
el grupo se levantó con el alba y se puso inmediatamente en marcha. Debían
cruzar una zona de bosques muy espesos y era mejor hacer lo más posible durante
el día. A la noche luego de pasado el momento en que todos se rieran de la
joven pareja, acordaron que la chica podría acompañarlos. Era más seguro
aquello que obligarle a volver a la aldea. La inesperada aparición le dio otro
sabor a un viaje que de por sí ya era interesante. Aldair estaba seguro de que
algo muy fuerte lo unía a Edana. No era solo su increíble sexualidad, misma que
hacía solo unas horas había podido disfrutar con el ímpetu de quienes se
reencuentran inesperadamente. Había algo más, estaba seguro.
—Espero que ustedes
hayan podido dormir algo. Yo no pude pegar un ojo. —Reprochó Enda en tono jocoso.
—Tienes razón mi amigo,
yo tampoco pude dormir nada. Me la pasé escuchando ruidos y quejidos de algún
animal seguramente moribundo.
—El único animal herido
es tu orgullo mí querido Alain—. Retrucó Aldair.
Enda rompió a reír
mientras que Melvin lo hacía para sus adentros.
—Bueno, parece que
nuestros jóvenes estuvieron algo ocupados anoche—. Bromeó por fin el anciano
que en general no participaba de dicho tipo de chanzas. Aldair lo miró como
para comérselo crudo pero el anciano le sonrió y guiño un ojo en señal de
complicidad. El muchacho se distendió y contestó con otra sonrisa. Así, el
viaje transcurrió plácidamente y por la tarde llegaron a una pequeña aldea. Una
agrupación de apenas cinco casas de piedra, argamasa y madera. Todas ellas de
construcción más bien sencilla y sin una cerca o muralla que las protegiera de
los peligros del bosque. De aquellas cinco casas solo cuatro se veían en buen
estado. La quinta parecía más bien una ruina, como si un incendio la hubiera
destruido mucho tiempo atrás.
El grupo se acercó
hacia la casa más grande, la que parecía más importante de todas y que por el
humo que salía por el centro del techo cónico se notaba habitada. Cuando
faltaban escasos pasos, salió del interior una mujer alta, de tez rozada y pelo
castaño. Presentaba aspecto severo pero se mostró más bien amable con los
recién llegados.
—Buenos días—. Exclamó
mientras secaba sus manos con un trapo no muy limpio que digamos— ¿En qué puedo
ayudarles?
Melvin dio un paso
adelante y tomando la palabra se presentó él y a su séquito. Contó que estaban
de paso hacia lugares lejanos y que algo de hospitalidad no les vendría nada
mal en aquellos momentos.
—¡Sois druidas! —. El
tono no pareció muy amigable.
—Efectivamente mi buena
señora —contestó el anciano.
—¿Venís de lejos
entonces? No suele haber muchos druidas en estas tierras olvidadas por los
dioses.
—Más lejos es hacia
donde nos dirigimos. No es a las distancias a lo que le tememos pero respetamos
como es debido a los elementos y parece que va a llover pronto. Si fuera usted
tan amable de permitirnos pasar la noche aquí, los dioses le estarían muy
agradecidos.
—El favor de los dioses
no es algo que tampoco sobre mucho. No nos vendría mal un poco de atención de parte
de los que todo lo pueden—. El tono se volvió más amigable.
—Considérelo un hecho.
Nadie mejor que nosotros para granjearle los favores de aquellos a quienes
representamos.
La mujer esbozó una sonrisa que suavizó el
duro rostro. Algunas arrugas se hicieron más perceptibles y tanto Melvin como
Aldair repararon en los efectos de una vida cargada de desdichas. Luego su
rostro se tornó serio de nuevo.
—Pero mentís si aseguráis
que todos son Druidas. Tan solo dos de ustedes lo parecen en realidad.
Aldair dio un paso al
frente.
—Está usted en lo
cierto. Pero mis amigos aquí presentes no hacen más que escoltarnos.
—¿Tres guerreros para
cuidar de dos hombres tan poderosos como lo son ustedes mismo? ¿A que le temen?
—Tal es la importancia
de nuestra misión, mi estimada señora.
Luego la conversación
se hizo extensiva a los demás miembros del grupo y cada uno se presentó ante la
mujer. Cumplidos estos requerimientos la dueña de casa les indicó que le
siguieran. Los llevó a una de las casas más pequeñas que por su estado de
abandono parecía estar en desuso.
—Está un poco
deteriorada. Hace algunos años fue víctima del fuego pero mi hijo la
reconstruyó. De todas maneras no se usó nunca desde entonces pero antes que
dormir en el frio bosque…
—No hay problema
alguno. Todos le agradecemos que nos permita guarescernos de las inclemencias
del tiempo.
La mujer abrió la
pesada puerta de madera rustica. Los herrajes simples se quejaron por ser
sacados de tan largo sueño. «Hechos por mano inexperta pero muy capaz», pensó
el herrero al estudiarlos. El interior los recibió con un vaho a humedad y
encierro que les azotó en el rostro. Algunos reprimieron un gesto de desagrado,
otros lo expresaron abiertamente. Melvin permaneció como casi siempre,
impasible. Una vez acomodados la dueña les invitó a cenar con ella y sus dos
hijos que no tardarían en regresar.
—¿Viven solo ustedes
tres aquí? ¿Nadie más habita estas construcciones?
Al escuchar estas
palabras la mujer miro a Alain con desconfianza. Parecía perdida en su interior
y por unos instantes no reaccionó. Aparentaba no saber o no querer contestar. «Se
la nota perturbada», pensó Aldair.
—Lo que a mi compañero le
extraña —interrumpió— es el hecho de encontrar en lo profundo del bosque, lejos
de cualquier civilización, a tan solo una mujer y sus dos jóvenes hijos.
Personas por demás valientes, si me permite que lo diga. Solo gente muy
valiente puede no temer el ataque de lobos o incluso bandidos.
El rostro de la mujer se
endureció y permaneció así unos pocos instantes. Trataba de discernir si la
estaban adulando o simplemente insultando, pero enseguida cambió hacia un gesto
de añoranza. Aldair habría jurado que por unos segundos los ojos se le habían
humedecido pero tal vez fuera el efecto de la poca luz que penetraba a través
de la puerta abierta.
—¡Qué tan solo lo
intenten!—. Amenazó al aire. —No temo a bandido alguno. Y si son lobos mejor.
La piel de bandido no calienta mucho en el duro invierno.
—No lo pongo en duda mi
buena mujer —. Festejó Alain mientras le regalaba una sonrisa. — Si fuéramos
bandidos le aseguro que nos lo pensaríamos dos veces antes de hacerle daño. Suerte
para nosotros que no lo seamos. ¿Verdad?—. Interrogó en sorna a Enda. El
herrero levantó ambas manos en un gesto como indicando que era una suerte.
—¿No hay hombres en la
comarca entonces? —insistió Edana.
La mujer estudió los
rostros durante unos instantes. Parecía no decidirse a confiar aun pero luego, quizás
por la presencia de la joven, se relajó.
—Hace muchos años —comenzó—
vivíamos en una aldea no muy lejana. Cierto día mi esposo tuvo algunas
desavenencias con su hermano. La cosa no terminó bien. Se fueron a las manos y
de no ser por la intervención de mi suegro habrían seguido con las armas. Mi
cuñado sacó su espada y amenazó a mi marido con el filo. Luego se comprobó que todo
había sido un mal entendido. Lamentablemente el carácter terco de mi esposo le
hizo jurar no volver a dirigirle la palabra a su hermano, su padre ni a ninguno
de los que habían estado en su contra en aquella disputa. Así fue como al otro
día partíamos, mi esposo, mi hermano, su mujer, otra gente amiga y yo rumbo a
lo desconocido. Fuera de los límites que hasta entonces nos habían impuesto y
en los que nos sentíamos tan seguros. Éramos jóvenes e intrépidos y por eso no lo
vimos todo tan negro como más adelante nos daríamos cuenta que se volvería. Luego
de viajar el tiempo que nos llevó llegar hasta este claro, y al ver que nos era
propicio decidimos asentarnos. Y todo fue bien. Por un tiempo al menos…
—¿Qué pasó luego?
—La gran maldición.
Muchos murieron.
La anciana bajó la
mirada hacia el suelo y pareció concentrarse en algunas partículas.
—¿Su esposo?
Levantó la mirada y la
posó sobre el viejo druida. Era distante pero en el fondo se adivinaban restos
de dolor.
—Como los demás—. Dijo
cortante y cambió de tema. —Pueden quedarse aquí esta noche. Pronto cenaremos,
como antes dije.
Y sin más, dejó la casa
y a sus recientes ocupantes a solas.
—OOOOO—
Al caer la tarde, cada
uno por su lado, llegaron los hijos. Para entonces el grupo se hallaba reunido alrededor
del fogón de la casa principal. Algunos se habían sentado sobre troncos y
otros, los menos, sobre rusticas banquetas. En cuanto entró acompañado de su
perro, el primero de los hermanos se sorprendió ante la vista de tan imprevistos
visitantes. Se lo veía hosco y no muy sociable. Asintió con la cabeza en un
saludo general cuando su madre le explicó quienes eran y que hacían allí
aquellas personas. Intentó sin mucho éxito una sonrisa famélica pero enseguida
desistió y la seriedad tensó de nuevo sus facciones. La madre le sirvió el
estofado en un gran cueco de barro cocido. Luego el muchacho se ubicó contra la
pared y comió apartado de los demás pero siempre en compañía de su fiel perro.
Hacia él demostraba un afecto que parecía no tener para con el resto, su madre incluida.
Un poco más tarde llegó el otro hermano. De contextura reducida parecía ser el
menor. Tenía el rostro surcado de cicatrices. Secuelas indudables de «El veneno
que carcome», pensó Melvin. Enfermedad que había padecido cuando muy joven pues
más allá de los hoyos en la cara se lo veía sano. En contraste con su hermano,
este era un muchacho alegre y cordial. Se mostró muy cordial cuando su madre le
presentó a los desconocidos a quienes dio la bienvenida de forma algo rústica
pero educada. A su madre la saludó con un abrazo y un beso en la mejilla. Luego
se sentó entre Aldair y Enda con los que conversó durante toda la cena. Fue
realmente muy agradable. Sin embargo tanto Melvin como Aldair notaron que no
cruzaba palabra con su hermano. Muy por el contrario el primero lo observaba de
a ratos con cierto gesto duro cargado de resentimiento.
Acabada la cena los
visitantes se pusieron de pié, agradecieron la hospitalidad y marcharon hacia
su refugio a reposar. Melvin, Enda y Alain pronto estuvieron dormidos como
troncos. Solo Aldair en compañía de Edana permanecían despiertos en el exterior
de la casa. Había mucho que recuperar y muy poco tiempo a solas dentro de aquel
contingente. Si bien la presencia de terceros en temas amatorios no era un inconveniente cultural, ambos jóvenes prefirieron
ejercitarse en privado a fin de no suscitar malestares en quienes no tenían más
remedio que dormir por falta de con quién practicar aquellas artes. En eso
estaban los dos muchachos cuando de repente Aldair levantó la cabeza. Para ello
debió despegar los labios del cuerpo de Edana. La chica intentó con una mano que
su compañero continuara sembrando besos por su piel transpirada pese al frio nocturno,
pero ante la negativa de su compañero desistió con un suspiro de reproche. Aldair
permaneció atento, con el cuello tenso oteando la negrura. La curiosidad hizo
que Edana se reclinara también, a fin de poder ver qué era lo que distraía a su
amante. No vio nada. Solo la negrura de una noche encapotada y sin luna.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo él luego de
cierta vacilación—. Creí ver algo entre las sombras. Pero debe ser mi
imaginación. Todo está en calma.
Enseguida retomó lo interrumpido
y pronto algunos gemidos y sonidos de respiración acelerada fueron lo único
fuera de lugar entre el revolotear de los insectos, el croar de las ranas y el
chillar de algunos pájaros nocturnos.
Luego de unos momentos incluso aquello fue muriendo y solo las ranas y
los grillos se mantuvieron en guardia hasta la llegada del amanecer.
—OOOOO—
A la mañana siguiente
la vida diurna comenzó a despertar. Los grillos fueron reemplazados por el
trinar de las aves. Un par de gallos cantaron al amanecer y uno a uno los
viajeros comenzaron a salir de su letargo. Solo Alain permaneció un poco más en
la cama pues su estado no era óptimo aún y necesitaba recuperar fuerzas. Melvin
y Aldair salieron al exterior y pudieron contemplar que el clima no era el
mejor. El cielo estaba encapotado de un gris plomizo y una briza de aire fresco
presagiaba tormenta.
—Esto no es nada bueno
hijo mío.
—Sin dudas nos retrasará.
Si comienza a llover no es conveniente que marchemos pues el estado de
debilidad en que se encuentra Alain podría jugarle una mala pasada.
—Estoy de acuerdo.
Aunque es un hombre duro realmente.
No había terminado de
decir estás palabras cuando vieron que la puerta de la casa principal se habría
y salía de ella el hermano mal humorado, como lo llamaba Aldair, seguido de su
fiel perro.
—De todas maneras no
debemos correr riesgos hijo mío. No entiendo realmente porque preferiste
traerlo a él antes que a un guerrero en todas sus capacidades.
—Y sin embargo,
deberías haber visto los estragos que hizo en la gente de Pentilo. Cuando esté
en todo su esplendor, en caso de necesitar alguna escolta lo prefiero a él—. Y
al ver que su mentor suspiraba acotó: —Además no creo que en este viaje suceda
algo tan tremendo como para que no nos bastemos nosotros mismos. ¿Verdad?
Por toda respuesta el
anciano se rodeó del más denso silencio. Esto no agradó mucho al discípulo pero
por respeto no continuó la charla. Como corolario de la misma, las primeras
gotas de lluvia hicieron su aparición y muy pronto lo que comenzó como una mera
llovizna se volvió un tórrido aguacero que lo anegó todo. Ambos debieron
refugiarse en el interior de la morada para evitar empaparse. Evidentemente
aquel no sería un día muy productivo.
Algo más tarde, los
reunidos alrededor del fogón se entretenían escuchando las historias del
anciano druida. Que por cierto no eran ni pocas ni aburridas. Al parecer, y
esto Aldair no lo ignoraba, había tenido una vida llena de viajes y aventuras.
A media mañana aproximadamente, ciertos gritos rompieron el clima narrativo.
Eran la madre y uno de sus hijos que mantenían una acalorada discusión. Por lo
que se llegaba a oír, que era bastante a causa del volumen de las voces, la
madre le reprochaba al menos alegre de los hijos el hecho de que con tanta
lluvia como caía el muchacho no tuviera la delicadeza de acompañar a su hermano
en la vuelta al hogar. A esto el otro retrucó que su hermano ya era un hombre y
no necesitaba de una nodriza que lo cuidara día y noche. La situación derivó en
más gritos y terminó con un portazo en casa de la buena mujer y con el muchacho
saliendo al mal clima en busca de su hermano ausente. Aquel viejo refrán que
indica que luego de la tormenta viene la calma, pareció no ser el más indicado
pues una vez rota la magia, los presentes no pudieron ya retomar las historias
por lo que decidieron acudir ante la patrona del lugar a ofrecer sus servicios
para lo que esta pudiera necesitar. El encierro nunca es buena cosa para gente
tan activa. Decidida como era, Edana llegó primera y golpeó la puerta con su
enérgico puño. Como nadie atendiera volvió a insistir e instantes después
el rostro lloroso de una madre afligida se hizo presente. Su habitual dureza
persistía pero una evidente aflicción había suavizado algunos gestos al punto
de invocar la pena de los viajeros.
—Si hay algo en lo que
podamos ser de utilidad…—. Indicó Melvin con vos suave.
La mujer le devolvió
una sonrisa leve, se frotó los ojos en un intento de disimular las lágrimas y cayendo
en la cuenta de que se estaban mojando les invitó a pasar.
—No deben quedarse
afuera con este tiempo. Pasen, pasen a comer algo.
Todos declinaron
amablemente la invitación respecto a la comida pues ya habían tomado un
oportuno desayuno de las vituallas que portaban. En cambio aceptaron encantados
el pasar hacia el interior pues el clima estaba cada vez peor. La temperatura
había descendido, demasiado para la época, y el viento comenzaba a danzar
macabramente.
Una vez acomodados
alrededor del fuego según la costumbre, todos a excepción de Melvin
permanecieron en silencio.
—No pudimos evitar
escuchar que su otro hijo está ahí fuera con este clima poco propicio.
El rostro de la mujer
paso primero por los colores de la vergüenza, ya que acostumbrada a la soledad
no había medido sus gritos olvidando por completo la presencia de los
forasteros. Luego el color tornó al rojo de la ira y sus facciones se
endurecieron de nuevo. No sé que voy a hacer con este hijo mío. Cada día que
pasa se vuelve más y más intratable; siempre agresivo para conmigo y su
hermano.
—¿Siempre fue una persona tan… complicada? —inquirió Edana.
—En realidad no. Hubo una época, cuando su padre aun vivía, en que era amable. Un niño alegre, con ganas de vivir. Su padre y yo teníamos realmente muchas esperanzas puestas en él. Buen compañero y amigo de su hermano… En realidad ambos eran muy unidos. Tal vez por ser los únicos niños en la aldea—. Y con aldea se refería al pequeño grupo de casas que rodeaban a la que los cobijaba.
—¿Siempre fue una persona tan… complicada? —inquirió Edana.
—En realidad no. Hubo una época, cuando su padre aun vivía, en que era amable. Un niño alegre, con ganas de vivir. Su padre y yo teníamos realmente muchas esperanzas puestas en él. Buen compañero y amigo de su hermano… En realidad ambos eran muy unidos. Tal vez por ser los únicos niños en la aldea—. Y con aldea se refería al pequeño grupo de casas que rodeaban a la que los cobijaba.
—Supongo —interrumpió Enda—que
algo hizo que el muchacho comenzara a odiar la vida.
La mujer le clavó la vista. Aquellas palabras le habían herido evidentemente.
—Quiero decir...
—Sé muy bien lo que quiere decir. Pero hacen mal en juzgarlo. Debajo de toda esa dureza se esconde un espíritu noble y no pierdo la esperanza de que algún día los dioses se apiaden de él y hagan que vea la luz de la vida. Que vuelva a ser el de antes.
—¿Pero que fue en realidad lo que ocurrió? —quiso saber, ya desde la impaciencia, la joven. Tantas preliminares y su curiosidad sin fin le estaban haciendo perder la serenidad.
La mujer le clavó la vista. Aquellas palabras le habían herido evidentemente.
—Quiero decir...
—Sé muy bien lo que quiere decir. Pero hacen mal en juzgarlo. Debajo de toda esa dureza se esconde un espíritu noble y no pierdo la esperanza de que algún día los dioses se apiaden de él y hagan que vea la luz de la vida. Que vuelva a ser el de antes.
—¿Pero que fue en realidad lo que ocurrió? —quiso saber, ya desde la impaciencia, la joven. Tantas preliminares y su curiosidad sin fin le estaban haciendo perder la serenidad.
—«El veneno que
carcome», ni más ni menos.
—Y sin embargo quien
parece haberlo sufrido no es Uir, sino Alan.
—Está en lo cierto
joven guerrero. ¿Porqué… es usted guerrero, verdad?
Alain asintió con
respeto pero enérgicamente con la cabeza.
—Lo descubrimos una
tarde. Ya la peste se había llevado a mi
cuñado y a su mujer. Del otro matrimonio, la mujer agonizaba y su marido
comenzaba a tener los primeros síntomas. A los niños les teníamos prohibido
acercarse a las casas de los enfermos pero de alguna manera Alan cayó bajo el
influjo de la maldición y pronto no supimos si sobreviviría o no.
—¿Qué hay de la otra
gente?
La mujer miró a Aldair
a los ojos.
—Hay cinco casas y la
cuenta me da cuatro familias. ¿Qué pasó con quienes habitaban la quinta casa?
Melvin sonrió ante el
comentario de su hijo espiritual. «Siempre tan meticuloso en exceso», pensó.
—¡Perros! —. Exclamó.
—En cuanto aparecieron los primeros síntomas se fueron dejándonos a la voluntad
de los dioses. Jamás hemos vuelto a saber de ellos. Ojalá se los hayan comido
los lobos.
» Como ya he dicho y
pese a haber nacido ambos el mismo día y ser de contexturas muy similares Uir
era el predilecto de su padre. Supongo que no puedo reprochárselo pues de igual
manera yo me sentía inclinada hacia Alan.
La madre interrumpió el
relato. De pronto se había retrotraído a aquellos días y parecía sonreír a sus
pequeños retoños mientras estos jugaban sobre los arboles o en el patio. En
aquellos tiempos ya lejanos anteriores a la enfermedad. Realmente parecía estar
viéndolos en aquel preciso momento.
—Luego Alan cayó
enfermo, como les digo. Mi esposo cuidó de él noche y día. Tanto que descuidó
las tareas diarias. Yo debí encargarme de los animales y las siembras. Los
demás enfermos desmejoraron y murieron a su vez. Ya habíamos perdido prácticamente
las esperanzas de salvar a nuestro niño.
»Pero los Dioses tienen
maneras extrañas de hacer su trabajo. Una tarde llegó un viajero. Un druida
como ustedes que decía conocer secretos sobre la vida y la muerte. Le solicitó
a mi marido que lo ayudase a conseguir ciertas plantas del corazón mismo del
bosque y este así lo hizo; sin pérdida de tiempo. Una vez que las tuvo en su
poder las molió en el mortero y mezclo con aceites y sales que el mismo traía
en su morral. Realizó un preparado que dio de beber a mi niño enfermo. Mas
luego indicó que lamentablemente no podía quedarse pues le urgían ciertos
asuntos y debía marcharse. No sin antes darnos claras instrucciones sobre lo
que debíamos hacer para intentar salvar al pequeño. Hecho esto, como había
aparecido desapareció y ya nunca más volvimos a verle.
Melvin se acomodó en el
tronco en que estaba sentado. Se aclaró la garganta como si fuera a hablar pero
no dijo nada. Aquello pasó desapercibido para el grupo pero no para Aldair. La
mujer continuó con el relato.
—Como les digo. Mi
marido no abandonó ni a sol ni a sombra el cuidado de nuestro hijo teniéndonos
incluso prohibido a Uir y a mí que nos acercáramos a la casa de su hermano que
ahora estaba disponible pues sus ocupantes acababan de dejar este mundo
montados en la grupa de El Negro Jinete. El extraño pensaba que nosotros
estaríamos a salvo de contraer tan nefasta sustancia y no se equivocó, pues
pasados los días nuestro pequeño Alan comenzó a mostrar síntomas de una leve
mejoría. Tanto, que una mañana de un día que prometía ser agradable, corrí a la
casa llamada por los gritos de mi marido. Me acerqué a la misma distancia de
siempre. Distancia que por orden suya no debía traspasar. En aquel lugar le
alcanzaba a diario los alimentos y el agua y el los recogía una vez que yo me
iba. Como siempre, me pidió que no avanzara más. Luego la puerta se abrió y salió
al exterior una figura menuda, tambaleante y asustada. Se me estrujó el pecho y
ahogue un grito al ver lo que había quedado de nuestro retoño. Parecía un
espectro. El esqueleto caminante de un duende de los bosques vestido con las
ropas de mi hijo. Desde dentro mi esposo le pidió en un tono muy dulce pero
tajante que se acercara a mí. Al ver que titubeaba, ya sea por la debilidad
pues apenas podía tenerse de pié, ya sea por el temor luego de lo que había
ocurrido, como digo al ver que no avanzaba, no lo pensé y desoyendo las ordenes
de mi marido corrí hasta la puerta y abracé con todas las fuerzas a mi
criatura. Estaba irreconocible, la cara llena de marcas y tan delgado que
parecía que iba a quebrase en cualquier momento. Jamás voy a olvidar sus
pequeños ojos hundidos. La mirada más dulce que alguien pueda dedicarte.
Parecía querer decirme que estaba vivo. Que ya todo había pasado. O eso pensé
en aquel momento. No sabía cuán lejos estaba de la realidad. Levanté la vista
de los ojos de mi hijo para encontrar los de su padre. Quería transmitirle
aquello. Que todo estaba bien. Que podía volver a la casa con nosotros pues
seguramente estaría cansado… y entonces lo vi. Tenía el rostro y los brazos
carcomidos por las pústulas. Me llevé la mano a la boca y nuevamente ahogue un
grito. Se había contagiado. Se había arriesgado al quedarse con el enfermo y
había contraído la maldita enfermedad. Yo no sabía cómo reaccionar. No sabía
que pensar ni cómo actuar ante aquello que veía. Entonces él me sonrió. Aún
resuenan en mi oído sus palabras de aliento:
—Todo va a estar bien, dulce
rocío.
Yo continuaba
paralizada y al ver esto me arengó y me dio unas claras instrucciones.
—Debes quemar todo lo
que haya tenido contacto con los enfermos. Todo. Nada debe sobrevivir. Quema la
casa de nuestros amigos muertos. Ya no la van a necesitar nunca más. Quema las
ropas de Alan lo mismo que sus juguetes. No dejes nada. Pues el espíritu de la
maldición descansa en ellos. —Al ver que yo no atinaba a hacer nada me alentó
aún más y señalando en rededor y a los niños, concluyó—: Debe hacerse enseguida
por el bien de ellos.
Entonces una fuerza
poderosa venida seguramente de los dioses me invadió y acto seguido cumplí con
su pedido. Tomé al pequeño Alan en brazos y corrí a la casa donde lo acosté en
lo que hasta antes de la enfermedad había sido su camastro y que compartía con Uir.
Lo arropé y luego de besarlo en la frente me encaminé hacia la casa de los que
habían sido nuestros vecinos, amigos y compañeros en nuestra aventura hasta que
la muerte los reclamó de manera tan dolorosa. Una vez ahí procedí como se me
había indicado. Con una vela que había tenido la prudencia de llevar conmigo
comencé a encenderlo todo y pronto las llamas ascendieron hacia la paja del
techo desde donde se desparramó a una velocidad increíble. Salí enseguida de
allí. Muy asustada y temerosa de ser también yo victima de las llamas. Corrí
entonces hacia donde estaba mi esposo. Quería contarle que lo había hecho. Pero
los dioses me tenían aun una sorpresa preparada. No di más de cinco pasos,
cuando vislumbre aquello. Desde el interior de la casa salía un humo negro
idéntico al que emitía el incendio que yo acababa de crear. Inmediatamente lo
comprendí todo. Corrí la escasa distancia que separaba una casa de la otra pero
cuando llegué las llamas habían atravesado el techo y reanimadas por el aire
fresco se desparramaban a una velocidad espantosa. Corrí hacia la puerta pero estaba
cerrada por dentro. Me arrojé contra ella con todo el peso de mi cuerpo que en
aquellos años no era mucho y nada le hice. Lo intenté de nuevo. Una y otra vez
pero la puerta muy bien construida no hacía más que reírse de mis desesperados
intentos. Entonces una idea iluminó mi mente. Corrí hacia la ventana en el lado
opuesto de la casa. Los postigos estaban abiertos pero era imposible hacer
nada. Las llamas lo habían invadido todo, incluso parecía que el hecho de tener
los postigos abiertos avivaba el fuego como una chimenea.
Ahí lo vi.
A través de la abertura
pude ver que dentro de la habitación, semi-agachado y con los brazos cruzados
sobre el pecho como quien intenta protegerse de golpes, rodeado por las llamas,
estaba mi esposo. Le grité. Levantó la cabeza y me miró, o más bien debería
decir que clavó en mí su mirada. Grité su nombre. Estaba realmente desesperada,
no sabía qué hacer. No entendía que no había nada que pudiera hacer. Entonces
su cara se transformó. El horror inicial se tornó en paz y en su rostro se
dibujó una sonrisa. Una sonrisa que me indicaba que no debía ponerme mal. Que él
elegía sacrificarse por nosotros. Para que nosotros viviéramos. Entendí que
aquel no era el fin; que volveríamos a encontrarnos algún día. Entonces el
techo, socavados sus tirantes por las llamas, cedió y lo sepultó bajo la masa
incandescente de madera y paja.
La mujer calló y la
habitación se sumió de golpe en un silencio pastoso. Nadie se atrevió a sacarla
de aquel pasado en el que se había refugiado hasta que ella misma, lentamente,
comenzó a gesticular como si de pronto comprendiera que estaba viva. Sin
embargo todos comprendieron que algo de ella había muerto en aquel incendio.
Aldair miró a Edana a
los ojos y con sorpresa se encontró siguiendo el rastro que una pequeña lágrima
trazaba sobre la rosada mejilla. El pecho se le estrujó y la saliva se le
agolpó en la garganta y costó hacer que pasara. «La dura Edana tiene una fibra
sensible después de todo», pensó. De pronto se sintió incómodo, casi vulnerable
con lo que le producía aquel descubrimiento y endureciendo el gesto evitó la tentación
de ir a abrazarla. Por el contrario retiró la mirada de la joven para
encontrarse con la de su maestro y una torcida mueca que en otra circunstancia
habría sido de picardía. Volvió a sacar la vista y posarla sobre la anciana.
Esta se ponía de pié y se acercaba a la ventana.
—Es tarde—. Exclamó sin
entonación alguna. —Ya deberían estar de vuelta.
—OOOOO—
La lluvia arreciaba. Tanto,
que los tres hombres separados entre sí por una corta distancia apenas lograban
verse. Al constante murmullo del agua golpeando sobre el suelo y sobre la
vegetación se sumaban gritos intermitentes. Eran los gritos de Aldair, Enda y
Alain llamando a uno u otro de los hermanos. Cada llamado era contestado solo
por el rumor del agua. Ni rastro de los hermanos. Cerca de la hora en que el
sol comenzaría su descenso al inframundo, si es que había un sol detrás de
tanta agua, Enda tuvo un presentimiento. Rápido como el viento se dirigió hacia
unos acantilados que había visto el día anterior en su camino hacia la pequeña
comarca. El agua caía con fuerza por lo que avanzaba con cautela. Al acercarse al
lugar vislumbró un bulto oscuro. Más cerca pudo comprobar que, sentado al borde
del acantilado estaba el «hermano ingrato». Aunque más parecía un chorreante
espectro de agua que un ser humano. Al sentirse descubierto se puso de pie y
luego de titubear unos instantes echó a correr solo para ser alcanzado por el
fuerte herrero. Este saltó sobre el muchacho y lo derribó en una rápida
maniobra. Ambos rodaron entre el barro y las piedras. En vano el otro intentó
forcejear con el fin de escaparse pero dos fuertes brazos lo aferraban como
cadenas de acero.
—Tranquilízate; no voy
a hacerte daño.
El muchacho lo miró con
los ojos muy abiertos y fijos en un claro gesto de temor. Respiraba
agitadamente. Era tal el miedo que exudaba que a no ser por la fuerza con que
estaba siendo sujetado habría echado a correr nuevamente.
—¿Qué ocurre? —Preguntó
Enda—. ¿Por qué corres? Tu madre está
muy preocupada por ti y por tu hermano.
El otro continuaba
rígido, sin parpadear siquiera. Las gruesas gotas le golpeaban el rostro pero
esto no lo inmutaba siquiera. Entonces, muy lentamente, se puso de pié. Su
captor lo acompañó en el movimiento.
—Mi hermano…
Ahora era el muchacho
quien sujetaba fuertemente las manos del herrero.
—¡Mi hermano!
Las piernas le fallaron
pero Enda evitó que se desplomara. El herrero se acomodó para sostener el peso
pero enseguida el otro pareció recobrarse.
—¿Dónde está tu
hermano?
—¡Muerto! —contestó
luego de un tenso silencio.
—OOOOO—
La lluvia comenzaba a
amainar. Alain, Enda y Aldair rodeaban al muchacho. Este, sentado sobre una
roca, intentaba narrar los hechos. Se lo veía abatido y confuso. Todo su cuerpo
indicaba a las claras su estado anímico. La soberbia que todos habían conocido
anteriormente en él no era ahora más que un recuerdo de tiempos remotos.
—Fue un accidente—dijo,
intentando mirarlos a todos a la cara—. Ayer a la tarde discutimos a causa de las
tareas que ambos debemos realizar y de la forma en que nos las estábamos
repartiendo. Le increpé que no me parecía justa la carga que yo debía atender.
Aquello derivó en una discusión que fue haciéndose más y más caliente. Cada uno
defendía su postura. Pero a mí todos sus argumentos me parecían excusas. Estaba
convencido de que lo único que pretendía era holgazanear. Madre siempre le
permitió hacer lo que le viniera en gana y yo terminaba haciendo el trabajo más
duro. La discusión terminó abruptamente cuando Alan se fue, dejándome solo.
Hablándole al viento y a los pájaros. ¡Imagínense! Cada vez que discutimos el
me dejaba solo. Nunca terminaba lo que empezaba. A mí aquello no me agradó
nada. Estaba lleno de ira y ganas de desquitarme. Dediqué el resto del día en
masticar y tragarme la furia. Cada vez que volvía a pensar en lo ocurrido el
enojo crecía. Y al final ya no era enojo… ¡Era furia! Impotencia… Cuando
terminé las labores del día me dirigí a la casa de mi madre con la firme resolución
de discutirlo con ella. Pues en el fondo Alan es… era… tan flojo, por su culpa.
Pero esta vez no iba a dejar pasar un momento más. Estaba decidido y no iba a
dejar que las secuelas de la enfermedad salvaran a mi hermano otra vez. Ya era
hora de que le tocaran tareas más duras. Todo tiene un límite y mi paciencia
había alcanzado el suyo.
Imagínense mi sorpresa
cuando anoche me los encontré a todos ustedes allí reunidos. No era posible
hablar lo que debía con mi hermano y mi madre por lo que comí sumido en la
desidia y me retiré a mi casa a dormir. Más tarde cuando todos ustedes también se
retiraron Alan se acercó a mi casa… se lo notaba arrepentido. El siempre se
arrepiente… se arrepentía… No puedo creer que esté muerto.
El muchacho hizo una
pausa. Estaba conmocionado.
—Siempre se arrepentía
luego de hacerme enojar. Como me enojaban sus…
idioteces —dudó pero luego remarcó aquella palabra—. Intentó suavizar la
situación disculpándose conmigo por ser tan injusto. Me dijo que quería
comenzar a participar en tareas más duras como las que yo hacía y por un
momento pareció que todo iba a arreglarse. Sin embargo, en determinado momento,
no se cómo ni por qué, la conversación tomó nuevo rumbo y comenzamos a discutir
otra vez.
»Supongo que no le habrán gustado mis
reproches sobre su holgazanería y el hecho de cómo utilizaba su antigua dolencia
para congraciarse con madre. Le dije que no era tema que quisiera tratar
aquella noche puesto que teníamos invitados y aunque desconocidos, no era
manera de tratarlos. En realidad yo continuaba con mucho rencor por la
discusión de la tarde y esta nueva no hacía más que reforzarlo. Quería estar
solo. Ya hablaría con nuestra madre durante el día. Pero en lugar de retirarse tranquilamente,
me increpó. Me dijo que yo era un abusador. Que no era su padre para decirle
que hacer o como hacerlo y entonces cometió la peor de sus idioteces. Con la
mano abierta me dio un golpe—. Miró en derredor, como si no pudiera creer lo
que estaba diciendo. —Me golpeó como lo hace una mujer! Como nuestro padre
cuando éramos niños y hacíamos alguna travesura. No con el puño, sino con la
palma abierta. No supe cómo reaccionar. Era la primera vez que nuestras
discusiones pasaban a lo físico. El tampoco sabía. Nos miramos. Me di cuenta
que estaba sorprendido. Entonces llevó a cabo la segunda idiotez. Se fue y me
dejó con la palabra en la boca como tenía por costumbre. Las palabras en la
boca y la cara dolorida. Siempre hizo a propósito aquello de irse. Sabía que me
molestaba mucho. Ahora creo que esta vez fue más por miedo que por otra cosa.
»Intenté dejarlo pasar,
intenté no hacer eco de su provocación pero mi genio me jugó una mala pasada. Como
casi siempre. Luego de unos momentos salí tras él. No lo veía. Tampoco había
ido a su casa, esta estaba vacía y fría. Me fui a dormir. Ya lo arreglaríamos
luego.
Aldair fue quien
rompiera el silencio.
—¿Pero cómo?… ¿Qué
ocurrió?
Uir lo miró confuso.
Casi como si no entendiera la pregunta. Por fin reaccionó.
—Esta mañana llegué
hasta este mismo lugar. No lo encontré en su casa por lo que supuse que estaría
acá. Recordé que tenía por costumbre venir al borde de este mismo acantilado
cada vez que no quería ver a nadie. Decía que aquí estaba a solas consigo mismo
y con el mundo, que era un buen lugar para pensar.
»Qué ironía… ahora
descansa el sueño eterno en el fondo.
Todos quedaron atónitos
por el extraño derrotero que habían seguido las cosas.
—Cuando llegué lo vi
sentado allí mismo —estiró el brazo— Al principio no sabía si molerlo a golpes
y enseñarle a pegar como un hombre o abrazarlo. El enojo me poseía pero también
una cierta felicidad. Jamás habría esperado que el flojo de Alan fuera capaz de
levantarle la mano a alguien. Le grité con todas mis fuerzas. Le grité que era
un mal hermano. Que no merecía vivir de mi trabajo y que ya era hora de que
madurara. El se puso de pié. Yo me acerqué y pude leer en su rostro un sincero
arrepentimiento; tiritaba de frio y me di cuenta de que había pasado la noche a
la intemperie. De pronto me tragué todo mi orgullo. Decidí perdonarlo una vez
más. El entendió el gesto e intentó dar un paso hacia mí, pero no pudo. La
piedra donde estaba parado cedió, seguramente socavada por tanta agua y cayó al
vacío. Intenté aferrarlo pero fue inútil, se me escapó de las manos…
Todos lo miraron en
silencio. Nadie querría vestir sus pantalones en aquel momento. Por su mente
pasaban al tropel una manada de sentimientos encontrados. El arrepentimiento
tardío, ese que es tan doloroso cuando llega porque ya no sirve de nada. De
pronto Uir, rompió a llorar. El joven que ya era todo un hombre lloró
desconsoladamente sobre el hombro de Enda. Tan abatido estaba que hizo el
amague de cubrirse el rostro para que nadie lo viera pero dejó caer la mano. El
herrero lo abrazó como a un hermano y tragó saliva. Todos guardaron un
respetuoso silencio. Ojala nunca tuvieran que vestir aquellos pantalones.
—Intenté seguirlo—.
Retomó Uir. —Juro por los dioses que intenté terminar con mi vida pues no
soporto el dolor. Pero no pude.
Se dejó caer por entre
los brazos del herrero hasta quedar de rodillas.
—Es toda mi culpa… si
solo no fuera tan…
Luego de unos momentos,
cuando estuvo algo más tranquilo Enda lo ayudó a ponerse de pié pero al ver que
al otro las piernas le fallaban lo abrazó, esta vez como lo haría un oso.
Ninguno dijo nada más. ¿Qué más se podía agregar?
—OOOOO—
Dos días
más tarde el sol salía nuevamente dejando atrás una de las peores tormentas que
Melvin hubiera vivido y con la edad del anciano, aquello no era poco decir. El
grupo de trashumantes dejaba a la zaga la pequeña y fatídica aldea a medida que
sus pasos acortaban el camino rumbo a su destino. Detrás quedaban también dos
vidas que no volverían a ser las mismas nunca más. Podría decirse que para
ellas la tormenta quedaba instalada.
—Padre— comentó
Aldair luego de algunas horas en silencio— ¿Hemos obrado bien?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero… al hecho
de no haber intercedido ante este crimen. Un hombre ha perdido la vida a causa
de una reyerta con otro. No debimos castigar de alguna manera al…
—¿Realmente piensas,
hijo mío, que no están siendo castigados los culpables en este mismo momento?
—¿Los culpables Padre?
¿Acaso no es Uir el asesino de su hermano? ¿Si no por mano propia, al menos de
forma indirecta?
El anciano lo miró a
los ojos y no pudo reprimir una amarga sonrisa. De pronto se sintió cansado.
—Hijo mío, lo que
acabas de experimentar es el terrible desenlace al que se llega luego de años
de errores reiterados.
Al ver que Aldair no
comprendía continuó:
—Imagina que vives
junto a una gigantesca montaña. Un día comienzas a quitar uno a uno los
guijarros de la base. Luego imagina que durante años y años continúas
haciéndolo. Continúas quitando el material de la base y lo arrojas lejos. Te
aseguro que llegará un día en que la montaña te caerá encima y te sepultará. ¿Es
culpable la montaña de tu muerte? Esta madre que hemos conocido hizo eso mismo.
Durante prácticamente la vida de sus dos hijos quitó atención a uno de ellos para
brindársela al otro.
—Pero padre, era un
niño muy débil. Tu mismo escuchaste la historia. Padeció aquella terrible
enfermedad…
—No me ha hecho falta
escucharla Aldair. Yo conocí a aquellos muchachos y a su padre…
—Pero… ¿Cómo?
—Fui yo quien les
aconsejó quemarlo todo. Fui yo quien les preparó aquel elixir.
Permaneció en silencio
unos instantes y luego retomó.
—Fui yo quien no tuvo el
tiempo de aguardar a que la criatura sanara. De haberlo hecho…
Aldair no creía lo que
escuchaba y sin embargo sabía que era la verdad más absoluta. Tragó saliva.
—¿Faltaste a tu
juramento?—. Exclamó sorprendido, a media voz.
—Solo para cumplir con
uno mayor. Un malabarista no puede mantener muchas bolas en el aire sin que
alguna se caiga. Debemos ser capaces de saber cual dejar caer y cual no.
Recuérdalo Aldair.
»De todas maneras duele
ver el fruto de tus elecciones.
—¿Dices que hiciste una
mala elección? ¿Te arrepientes entonces?
—¡Jamás!—. Lo miró
airado pero enseguida suavizó los gestos y el tono de voz. —Lo que tenía que
hacer superaba en todo a lo que dejé de hacer. No me arrepiento en lo más
mínimo. Pero podría haber ayudado, eso es seguro…
»De todas maneras
—continuó—, fue la madre quien cometió el verdadero error. El terrible error de
no saber distribuir su cariño en partes iguales. Pues es una norma que cuando
quien sustenta la imagen de mando hace diferencias entre sus hijos, una de las
partes, la que se sienta menos amada o atendida reaccionará de forma fatal para
sí misma y para la otra. Recuerda siempre esto, hijo mío, pues se aplica a
familias, aldeas y a estados mayores. Es la conducta humana en su mayor
expresión. Quien manda debe hacerlo de forma justa para con todos sus protegidos
pues ya ves lo que acarrea el hacer diferencias.
Aldair no dijo más.
Comprendió lo que su mentor quería significar y grabó a fuego la lección en su
mente. Acababa de comprender también por qué aquel se llamaba «un viaje de
iniciación». Durante mucho tiempo a partir de ese momento se preguntaría que hubiese
pasado si el padre no hubiera muerto en aquel incendio. ¿La familia habría
tomado otros rumbos? ¿La vida habría sido distinta para todos ellos? A dos
pasos por delante de él, Melvin viajaba lejos montado en sus propios recuerdos.
Recordaba un viaje; uno muy distinto a aquel. Un viaje en solitario.
«Jamás me arrepentiré
de haber elegido buscar aquella luz», pensó y por su arrugada mejilla rodaron
de pronto un par de lágrimas.
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