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lunes, 24 de junio de 2013

Cap 10 - Hermanos

Creative Commons License Doce Elementos de Ariel Mestralet tiene licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina License.



El fuego crepitaba de modo hipnótico. Algunos insectos revoloteaban sobre él atraídos por la luz que emanaba de las llamas. Jugaban y realizaban alocadas piruetas para luego desaparecer en la noche igual que como habían llegado. Algunos, sin embargo, se zambullían en el ígneo mar de locura fusionando su esencia con la energía destructora, o creadora, según como se la mirase, del fuego. A su calor, los cuatro charlaban de sus cosas. En un extremo el anciano druida y su joven compañero conversaban serios y a media voz. Más allá, el herrero y el guerrero lo hacían más animados. Reían, bromeaban y maldecían a viva voz. Era evidente que no trataban temas del mismo tipo.
—En ambas ocasiones fue lo mismo. Una luz intensa y la figura frente a ella que me habla.
—¿Y el mensaje?
—El mismo cada vez: « Es hora Aldair »
—¿Y dices que nunca antes de tu encuentro sexual con Edana habías vislumbrado algo así?
—Jamás.
El anciano se perdió, como siempre que algo le preocupaba, en sus pensamientos más profundos. Aldair no desconocía dicha costumbre y sabiendo que algo importante ocurría allí dentro aguardó en respetuoso silencio.
—Hace muchos años tuve una revelación similar—. Declaró el viejo.
»Si —confirmó al ver la cara de sorpresa del muchacho—. Una fuerte luz de fondo y una sombra, una silueta entre dicha luz y yo.
—¿Es esa la fuente maestro? Te suplico que me cuentes lo que sabes. Estoy realmente confuso. ¿No es esa la prueba de que los dioses realmente existen?
—No necesariamente hijo mío. No necesariamente…
—¿Y sobre el mensaje? ¿Era el mismo?
—De cierta manera lo era.
—¿Fue algún tipo de premonición? ¿Qué sucedió luego?
Melvin miró seriamente al que evidentemente siempre sería su alumno más allá de los títulos. «Hay tanto que debo enseñarte aun» pensó. Se llevó la pipa a los labios, achicó los ojos mientras chupaba el humo dulzón y le sonrió.
—Te encontré a ti hijo mío.
—¿Cómo dices?
—Te encontré a ti, un pequeño niño indefenso solo en el inmenso bosque.
—Entonces… ¿El mensaje te dijo que me encontrarías allí?
—No, simplemente que fuera. Me indicó que fuera y buscara la  luz.
—¿Luz? —Preguntó extrañado el muchacho—. ¿Qué tipo de luz?
—La voz no lo dijo. Solo que buscara la gran luz.
»Recuerdo que, igual a como te ocurrió a ti, yo estaba adormeciéndome. De pronto apareció ante mí aquella visión. Sin pérdida de tiempo me levanté de la cama, me puse nuevamente la túnica y salí sin saber muy bien hacia donde. Pero algo en mi interior me guiaba. Tenía una extraña sensación; una idea si quieres.
—¿Una premonición?
—Algo incluso mejor.
»Años atrás, cuando era tan solo un cachorro, me ocurrió algo muy extraño. Cierto día sufrí un percance que bien podría haberme costado la vida. Por mi propia negligencia me acerqué demasiado a un acantilado y quedé colgado del borde al perder pié. La piedra estaba muy resbalosa a causa de una gran neblina que lo envolvía todo. Por más que lo intentaba no podía trepar y no encontraba nada a que aferrarme. Pasaron unos cuantos momentos, el dolor se fue apoderando de cada uno de mis músculos y yo comencé a desesperarme. Pero no había nada que pudiera hacer para ponerme a salvo. Comencé a rezar a los dioses. A suplicar que perdonaran mi torpeza pero no parecía dar gran resultado. Entonces, cuando mis manos ya cansadas decidieron soltarse, otras mucho más fuertes  me asieron en el último instante evitando que cayera en el vacío y me izaron. Una vez arriba, a salvo, me encontré con un muchacho de más o menos tu edad aunque a mí, en aquel entonces, me pareció muy viejo. ¿Cómo cambia nuestra percepción de las cosas a medida que crecemos, verdad? En fin… luego de que se me pasara el susto, o sea cuando recuperé el color y el habla, no tenía palabras para agradecerle por haberme salvado la vida. Cuando por fin lo dejé hablar me contó que estaba perdido. Se había separado de su grupo que iba en peregrinación a lugares lejanos y no parecía reconocer el terreno. Me contó que provenía de las Tierras Oscuras, de nuestra aldea, para ser más exacto. Solo que yo aun no la conocía. Ni siquiera sabía que estaba destinado a ser un Druida. Mucho menos el principal de muchos de ellos.
—¿Y qué pasó luego? —interrumpió, como solía hacer con los relatos de su maestro, nuestro querido Aldair.
—No seas impaciente. —Bromeó el otro mientras le alcanzaba la pipa.
Aldair tomó el instrumento y contestó con un chasquido de la lengua contra el paladar mientras se disponía a fumar.
—Aquel hombre me contó algunas aventuras, me contó que era druida y que había sido ordenado hacía muy poco sobre la piedra de un gran altar. Escuché su relato con sumo interés. En mi mente esbocé todo lo que me contaba con todo detalle y fue entonces cuando decidí que yo debía convertirme en un druida. Si Aldair, no me mires tan extrañado. Así fue como conocí mi vocación.
—No conocía esa historia Padre. ¿Por qué…?
—Algún día te la contaré completa, hijo mío. No hoy por supuesto pues nos estamos yendo de tema.
»Como te decía: cuando mi interlocutor desapareció, ya que así fue, pues al amanecer cuando desperté simplemente no estaba, decidí que viajaría a Las Tierras Oscuras. Días después emprendí el camino hacia lo que con el tiempo sería mi hogar y más tarde el tuyo. ¿Que sabía yo de imposibles en aquella época? ¿Un niño huérfano de padre y madre? ¿Solo en el mundo y más pobre que una ardilla? No había muchas chances de lograrlo y sin embargo aquí estamos. Al llegar lo primero que vi fue el altar. Increíblemente era exacto como me lo había imaginado. No existía diferencia alguna. Incluso el pasto estaba tan largo como yo lo viera en mis pensamientos. Jamás olvidé aquel encuentro Aldair. Tan marcado a fuego quedó aquello que la noche en que salí sin rumbo, siguiendo tan solo una corazonada fue allí mismo a donde me llevaron mis piernas. El lugar donde años antes encontrara a aquel desconocido fue el lugar donde te encontré a ti.
—¡Increíble!
—Puedes jurarlo amigo mío.
Aldair se sintió de pronto emocionado. Era la primera vez que su maestro lo llamaba simplemente «amigo mío». Ni hijo, ni discípulo, títulos aquellos muy importantes. Pero amigo era una palabra muy fuerte para un celta. Una forma de ver y reconocer al otro como un par, un igual. La amistad no se obsequia, se gana. Los ojos se le humedecieron. Afortunadamente el fulgor del fuego no le permitiría quedar en evidencia.
 —¿Fue entonces allí donde me encontraste?
—A pasos del acantilado, entre los Robles. Envuelto, como ya te he contado otras veces, en esas ropas tan extrañas. Solo. Completamente solo como si hubieses aparecido de la nada.
—Pero ¿y la luz que mencionas?
—Olvidé aquel detalle. Momentos antes de perder el equilibrio, luego de que la niebla apareciera de la nada y lo consumiera todo una luz extraña apareció en el cielo. Tenía los colores del arcoíris pero de forma muy diferente. Eran como olas en el firmamento; no es sencillo de explicar pues jamás volví a ver nada parecido hasta la noche en que te encontré. En ambas ocasiones apareció de repente y se esfumó de la misma manera.
—Entonces…
Aldair interrumpió lo que iba a decir y se puso de pié. Un chasquido, un ruido fuera de lugar se había hecho oír desde la oscuridad del bosque a solo unos pasos desde donde ellos estaban. De los otros, solo Alain se había percatado y miraba al joven druida como interrogándolo. Ni Melvin ni Enda habían oído nada y solo se pusieron de pié cuando vieron que los otros dos lo hacían. Aldair sintió una breve pena por su maestro. Años atrás el también habría reaccionado. La vejez lo estaba alcanzando sin dudas. Rápidamente le hizo una seña a Alain para que se dirigiera hacia la derecha del añejo árbol detrás del cual se oyera el chasquido. El mismo iría por la izquierda en un intento por rodear a lo que fuera que estuviese allí agazapado. Los otros dos los miraban desconfiados. Melvin sin embargo se dio cuenta enseguida de lo que estaba ocurriendo y llevándose el dedo índice de la mano derecha a los labios hizo un gesto solicitándole a Enda que no fuera a hablar.

El golpe fue algo que el druida guerrero no esperaba recibir. Aldair llegó antes que su compañero al grueso tronco y esperaba sorprender a quien ahí se escondiera. Solo que lo que se escondía fue mucho más rápido que él y el golpe en el pecho lo tiró de espaldas al piso mojado por la humedad de la noche. «Quien…» alcanzó a emitir. Su atacante se le arrojó encima quitándole toda oportunidad de ponerse de pié. Instintivamente cerró los ojos y esperó el golpe.
—Esta vez uso pantalones. —Le dijo la suave y voz de mujer.
—¿Quién…? ¡No puede ser!
De pronto se sintió sorprendido. Gratamente sorprendido.
La joven se levantó rápidamente y desde lo alto le tendió la mano. Aldair aceptó el gesto y se puso de pié. Pero al estar ya erguido tiró del brazo y atrajo a su dueña hacia él. La estrechó en un abrazo fuerte y efusivo y comenzó a besarla.
—Bueno, bueno. Que no es para tanto. —Bromeó Edana mientras intentaba separarse.
   
OOOOO

Los vengo siguiendo desde que salieron. Aunque tardé un día en tomar la decisión por lo que me fue difícil al principio dar con su paradero. Imagínense mi sorpresa cuando me enteré que habías hecho estragos en el inútil de Pentilo.
—¿Conoces a Pentilo? —dijo Enda con tono de sorpresa.
—¿Que si lo conozco? Prácticamente nos criamos juntos.
—¿No te dije que mi padre es noble?
—Sí, pero nunca mencionaste que viviera en la aldea de Pentilo.
—¡Bah! Tranquilo Aldair. Nadie ama demasiado al bueno para nada de Pentilo y a su arrogante padre. Desde que están tan obsesionados con las palabras de su maldito druida ya no ven la realidad que les rodea. Buen trío hacen los tres.
Aldair miró entonces a Melvin, este fumaba de su pipa mientras emitía pequeñas risitas.
—¿Tu lo sabías padre?
—¿Cómo no voy a saber la procedencia de Edana? ¿Qué clase de administrador crees que sería si no evaluara quien ingresa y quién no?
—Pero… podrías habérmelo comentado cuando supiste que iría a la aldea de Arkilo.
—¿Con qué motivo? —Dio una pitada—. Se supone que deberías estar en la escuela en este preciso momento jovencita.
Ambos miraron a la muchacha. Esta enrojeció pero nadie lo notó a causa de la penumbra.
—Decidí que no quería perderme la aventura. Y si solicitaba permiso sé muy bien que me lo hubieran negado. Asique aquí estamos.
Aldair la miraba embelesado. El brillo del fuego reflejado en los grandes y hermosos  ojos verdes, el resplandor rojizo jugaba con las suaves curvas del delicado rostro. Parecía un hada salida de lo profundo del bosque.
De pronto se sobresaltó. Los dos hombres jóvenes habían roto a reír a todo pulmón. Aldair quitó los ojos de la muchacha y los posó en los de su maestro. Este también reía aunque de forma más delicada. Como si no quisiera perturbar los sentimientos del otro.
—Y eso es lo que pasa amigos míos —dijo Enda— cuando a un gran mago le pones enfrente una hermosa mujer. Se convierte en un niño enamorado—. Concluyó.
Alain se descostillaba de risa en el suelo y Melvin,  un poco más discreto, lo hacía desde su posición sobre el tronco. Si hubieran estado bajo una luz menos rojiza todos habrían podido ver como el rostro del druida se tornaba del color de las brazas y el de la chica no se quedaba atrás. Se puso seria, con los brazos en jarra y la frente erguida. Al ver que no se detenían increpó a los que reían:
—No es gracioso en realidad.
Aquello bastó para que Melvin perdiera la poca compostura que le quedaba y que Enda se abrazara al árbol más próximo para no caerse. Tal era el estado de tentación en el que se encontraba.

A la mañana siguiente el grupo se levantó con el alba y se puso inmediatamente en marcha. Debían cruzar una zona de bosques muy espesos y era mejor hacer lo más posible durante el día. A la noche luego de pasado el momento en que todos se rieran de la joven pareja, acordaron que la chica podría acompañarlos. Era más seguro aquello que obligarle a volver a la aldea. La inesperada aparición le dio otro sabor a un viaje que de por sí ya era interesante. Aldair estaba seguro de que algo muy fuerte lo unía a Edana. No era solo su increíble sexualidad, misma que hacía solo unas horas había podido disfrutar con el ímpetu de quienes se reencuentran inesperadamente. Había algo más, estaba seguro.
—Espero que ustedes hayan podido dormir algo. Yo no pude pegar un ojo. —Reprochó Enda en tono jocoso.
—Tienes razón mi amigo, yo tampoco pude dormir nada. Me la pasé escuchando ruidos y quejidos de algún animal seguramente moribundo.
—El único animal herido es tu orgullo mí querido Alain—. Retrucó Aldair.
Enda rompió a reír mientras que Melvin lo hacía para sus adentros. 
—Bueno, parece que nuestros jóvenes estuvieron algo ocupados anoche—. Bromeó por fin el anciano que en general no participaba de dicho tipo de chanzas. Aldair lo miró como para comérselo crudo pero el anciano le sonrió y guiño un ojo en señal de complicidad. El muchacho se distendió y contestó con otra sonrisa. Así, el viaje transcurrió plácidamente y por la tarde llegaron a una pequeña aldea. Una agrupación de apenas cinco casas de piedra, argamasa y madera. Todas ellas de construcción más bien sencilla y sin una cerca o muralla que las protegiera de los peligros del bosque. De aquellas cinco casas solo cuatro se veían en buen estado. La quinta parecía más bien una ruina, como si un incendio la hubiera destruido mucho tiempo atrás.
El grupo se acercó hacia la casa más grande, la que parecía más importante de todas y que por el humo que salía por el centro del techo cónico se notaba habitada. Cuando faltaban escasos pasos, salió del interior una mujer alta, de tez rozada y pelo castaño. Presentaba aspecto severo pero se mostró más bien amable con los recién llegados.
—Buenos días—. Exclamó mientras secaba sus manos con un trapo no muy limpio que digamos— ¿En qué puedo ayudarles?
Melvin dio un paso adelante y tomando la palabra se presentó él y a su séquito. Contó que estaban de paso hacia lugares lejanos y que algo de hospitalidad no les vendría nada mal en aquellos momentos. 
—¡Sois druidas! —. El tono no pareció muy amigable.
—Efectivamente mi buena señora —contestó el anciano.
—¿Venís de lejos entonces? No suele haber muchos druidas en estas tierras olvidadas por los dioses.
—Más lejos es hacia donde nos dirigimos. No es a las distancias a lo que le tememos pero respetamos como es debido a los elementos y parece que va a llover pronto. Si fuera usted tan amable de permitirnos pasar la noche aquí, los dioses le estarían muy agradecidos.
—El favor de los dioses no es algo que tampoco sobre mucho. No nos vendría mal un poco de atención de parte de los que todo lo pueden—. El tono se volvió más amigable.
—Considérelo un hecho. Nadie mejor que nosotros para granjearle los favores de aquellos a quienes representamos.
 La mujer esbozó una sonrisa que suavizó el duro rostro. Algunas arrugas se hicieron más perceptibles y tanto Melvin como Aldair repararon en los efectos de una vida cargada de desdichas. Luego su rostro se tornó serio de nuevo.
—Pero mentís si aseguráis que todos son Druidas. Tan solo dos de ustedes lo parecen en realidad.
Aldair dio un paso al frente.
—Está usted en lo cierto. Pero mis amigos aquí presentes no hacen más que escoltarnos.
—¿Tres guerreros para cuidar de dos hombres tan poderosos como lo son ustedes mismo? ¿A que le temen?
—Tal es la importancia de nuestra misión, mi estimada señora.
Luego la conversación se hizo extensiva a los demás miembros del grupo y cada uno se presentó ante la mujer. Cumplidos estos requerimientos la dueña de casa les indicó que le siguieran. Los llevó a una de las casas más pequeñas que por su estado de abandono parecía estar en desuso.
—Está un poco deteriorada. Hace algunos años fue víctima del fuego pero mi hijo la reconstruyó. De todas maneras no se usó nunca desde entonces pero antes que dormir en el frio bosque…
—No hay problema alguno. Todos le agradecemos que nos permita guarescernos de las inclemencias del tiempo.
La mujer abrió la pesada puerta de madera rustica. Los herrajes simples se quejaron por ser sacados de tan largo sueño. «Hechos por mano inexperta pero muy capaz», pensó el herrero al estudiarlos. El interior los recibió con un vaho a humedad y encierro que les azotó en el rostro. Algunos reprimieron un gesto de desagrado, otros lo expresaron abiertamente. Melvin permaneció como casi siempre, impasible. Una vez acomodados la dueña les invitó a cenar con ella y sus dos hijos que no tardarían en regresar.
—¿Viven solo ustedes tres aquí? ¿Nadie más habita estas construcciones?
Al escuchar estas palabras la mujer miro a Alain con desconfianza. Parecía perdida en su interior y por unos instantes no reaccionó. Aparentaba no saber o no querer contestar. «Se la nota perturbada», pensó Aldair.
—Lo que a mi compañero le extraña —interrumpió— es el hecho de encontrar en lo profundo del bosque, lejos de cualquier civilización, a tan solo una mujer y sus dos jóvenes hijos. Personas por demás valientes, si me permite que lo diga. Solo gente muy valiente puede no temer el ataque de lobos o incluso bandidos.
El rostro de la mujer se endureció y permaneció así unos pocos instantes. Trataba de discernir si la estaban adulando o simplemente insultando, pero enseguida cambió hacia un gesto de añoranza. Aldair habría jurado que por unos segundos los ojos se le habían humedecido pero tal vez fuera el efecto de la poca luz que penetraba a través de la puerta abierta.
—¡Qué tan solo lo intenten!—. Amenazó al aire. —No temo a bandido alguno. Y si son lobos mejor. La piel de bandido no calienta mucho en el duro invierno.
—No lo pongo en duda mi buena mujer —. Festejó Alain mientras le regalaba una sonrisa. — Si fuéramos bandidos le aseguro que nos lo pensaríamos dos veces antes de hacerle daño. Suerte para nosotros que no lo seamos. ¿Verdad?—. Interrogó en sorna a Enda. El herrero levantó ambas manos en un gesto como indicando que era una suerte.
—¿No hay hombres en la comarca entonces? —insistió Edana.
La mujer estudió los rostros durante unos instantes. Parecía no decidirse a confiar aun pero luego, quizás por la presencia de la joven, se relajó.
—Hace muchos años —comenzó— vivíamos en una aldea no muy lejana. Cierto día mi esposo tuvo algunas desavenencias con su hermano. La cosa no terminó bien. Se fueron a las manos y de no ser por la intervención de mi suegro habrían seguido con las armas. Mi cuñado sacó su espada y amenazó a mi marido con el filo. Luego se comprobó que todo había sido un mal entendido. Lamentablemente el carácter terco de mi esposo le hizo jurar no volver a dirigirle la palabra a su hermano, su padre ni a ninguno de los que habían estado en su contra en aquella disputa. Así fue como al otro día partíamos, mi esposo, mi hermano, su mujer, otra gente amiga y yo rumbo a lo desconocido. Fuera de los límites que hasta entonces nos habían impuesto y en los que nos sentíamos tan seguros. Éramos jóvenes e intrépidos y por eso no lo vimos todo tan negro como más adelante nos daríamos cuenta que se volvería. Luego de viajar el tiempo que nos llevó llegar hasta este claro, y al ver que nos era propicio decidimos asentarnos. Y todo fue bien. Por un tiempo al menos…   
—¿Qué pasó luego?
—La gran maldición. Muchos murieron.
La anciana bajó la mirada hacia el suelo y pareció concentrarse en algunas partículas.
—¿Su esposo?
Levantó la mirada y la posó sobre el viejo druida. Era distante pero en el fondo se adivinaban restos de dolor.
—Como los demás—. Dijo cortante y cambió de tema. —Pueden quedarse aquí esta noche. Pronto cenaremos, como antes dije.
Y sin más, dejó la casa y a sus recientes ocupantes a solas.
   
OOOOO

Al caer la tarde, cada uno por su lado, llegaron los hijos. Para entonces el grupo se hallaba reunido alrededor del fogón de la casa principal. Algunos se habían sentado sobre troncos y otros, los menos, sobre rusticas banquetas. En cuanto entró acompañado de su perro, el primero de los hermanos se sorprendió ante la vista de tan imprevistos visitantes. Se lo veía hosco y no muy sociable. Asintió con la cabeza en un saludo general cuando su madre le explicó quienes eran y que hacían allí aquellas personas. Intentó sin mucho éxito una sonrisa famélica pero enseguida desistió y la seriedad tensó de nuevo sus facciones. La madre le sirvió el estofado en un gran cueco de barro cocido. Luego el muchacho se ubicó contra la pared y comió apartado de los demás pero siempre en compañía de su fiel perro. Hacia él demostraba un afecto que parecía no tener para con el resto, su madre incluida. Un poco más tarde llegó el otro hermano. De contextura reducida parecía ser el menor. Tenía el rostro surcado de cicatrices. Secuelas indudables de «El veneno que carcome», pensó Melvin. Enfermedad que había padecido cuando muy joven pues más allá de los hoyos en la cara se lo veía sano. En contraste con su hermano, este era un muchacho alegre y cordial. Se mostró muy cordial cuando su madre le presentó a los desconocidos a quienes dio la bienvenida de forma algo rústica pero educada. A su madre la saludó con un abrazo y un beso en la mejilla. Luego se sentó entre Aldair y Enda con los que conversó durante toda la cena. Fue realmente muy agradable. Sin embargo tanto Melvin como Aldair notaron que no cruzaba palabra con su hermano. Muy por el contrario el primero lo observaba de a ratos con cierto gesto duro cargado de resentimiento.
Acabada la cena los visitantes se pusieron de pié, agradecieron la hospitalidad y marcharon hacia su refugio a reposar. Melvin, Enda y Alain pronto estuvieron dormidos como troncos. Solo Aldair en compañía de Edana permanecían despiertos en el exterior de la casa. Había mucho que recuperar y muy poco tiempo a solas dentro de aquel contingente. Si bien la presencia de terceros en temas amatorios no era un  inconveniente cultural, ambos jóvenes prefirieron ejercitarse en privado a fin de no suscitar malestares en quienes no tenían más remedio que dormir por falta de con quién practicar aquellas artes. En eso estaban los dos muchachos cuando de repente Aldair levantó la cabeza. Para ello debió despegar los labios del cuerpo de Edana. La chica intentó con una mano que su compañero continuara sembrando besos por su piel transpirada pese al frio nocturno, pero ante la negativa de su compañero desistió con un suspiro de reproche. Aldair permaneció atento, con el cuello tenso oteando la negrura. La curiosidad hizo que Edana se reclinara también, a fin de poder ver qué era lo que distraía a su amante. No vio nada. Solo la negrura de una noche encapotada y sin luna.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo él luego de cierta vacilación—. Creí ver algo entre las sombras. Pero debe ser mi imaginación. Todo está en calma.
Enseguida retomó lo interrumpido y pronto algunos gemidos y sonidos de respiración acelerada fueron lo único fuera de lugar entre el revolotear de los insectos, el croar de las ranas y el chillar de algunos pájaros nocturnos.  Luego de unos momentos incluso aquello fue muriendo y solo las ranas y los grillos se mantuvieron en guardia hasta la llegada del amanecer.

OOOOO

A la mañana siguiente la vida diurna comenzó a despertar. Los grillos fueron reemplazados por el trinar de las aves. Un par de gallos cantaron al amanecer y uno a uno los viajeros comenzaron a salir de su letargo. Solo Alain permaneció un poco más en la cama pues su estado no era óptimo aún y necesitaba recuperar fuerzas. Melvin y Aldair salieron al exterior y pudieron contemplar que el clima no era el mejor. El cielo estaba encapotado de un gris plomizo y una briza de aire fresco presagiaba tormenta.
—Esto no es nada bueno hijo mío.
—Sin dudas nos retrasará. Si comienza a llover no es conveniente que marchemos pues el estado de debilidad en que se encuentra Alain podría jugarle una mala pasada.
—Estoy de acuerdo. Aunque es un hombre duro realmente.
No había terminado de decir estás palabras cuando vieron que la puerta de la casa principal se habría y salía de ella el hermano mal humorado, como lo llamaba Aldair, seguido de su fiel perro.
—De todas maneras no debemos correr riesgos hijo mío. No entiendo realmente porque preferiste traerlo a él antes que a un guerrero en todas sus capacidades.
—Y sin embargo, deberías haber visto los estragos que hizo en la gente de Pentilo. Cuando esté en todo su esplendor, en caso de necesitar alguna escolta lo prefiero a él—. Y al ver que su mentor suspiraba acotó: —Además no creo que en este viaje suceda algo tan tremendo como para que no nos bastemos nosotros mismos. ¿Verdad?
Por toda respuesta el anciano se rodeó del más denso silencio. Esto no agradó mucho al discípulo pero por respeto no continuó la charla. Como corolario de la misma, las primeras gotas de lluvia hicieron su aparición y muy pronto lo que comenzó como una mera llovizna se volvió un tórrido aguacero que lo anegó todo. Ambos debieron refugiarse en el interior de la morada para evitar empaparse. Evidentemente aquel no sería un día muy productivo.
Algo más tarde, los reunidos alrededor del fogón se entretenían escuchando las historias del anciano druida. Que por cierto no eran ni pocas ni aburridas. Al parecer, y esto Aldair no lo ignoraba, había tenido una vida llena de viajes y aventuras. A media mañana aproximadamente, ciertos gritos rompieron el clima narrativo. Eran la madre y uno de sus hijos que mantenían una acalorada discusión. Por lo que se llegaba a oír, que era bastante a causa del volumen de las voces, la madre le reprochaba al menos alegre de los hijos el hecho de que con tanta lluvia como caía el muchacho no tuviera la delicadeza de acompañar a su hermano en la vuelta al hogar. A esto el otro retrucó que su hermano ya era un hombre y no necesitaba de una nodriza que lo cuidara día y noche. La situación derivó en más gritos y terminó con un portazo en casa de la buena mujer y con el muchacho saliendo al mal clima en busca de su hermano ausente. Aquel viejo refrán que indica que luego de la tormenta viene la calma, pareció no ser el más indicado pues una vez rota la magia, los presentes no pudieron ya retomar las historias por lo que decidieron acudir ante la patrona del lugar a ofrecer sus servicios para lo que esta pudiera necesitar. El encierro nunca es buena cosa para gente tan activa. Decidida como era, Edana llegó primera y golpeó la puerta con su enérgico puño. Como nadie atendiera volvió a insistir e instantes después el rostro lloroso de una madre afligida se hizo presente. Su habitual dureza persistía pero una evidente aflicción había suavizado algunos gestos al punto de invocar la pena de los viajeros.
—Si hay algo en lo que podamos ser de utilidad…—. Indicó Melvin con vos suave.
La mujer le devolvió una sonrisa leve, se frotó los ojos en un intento de disimular las lágrimas y cayendo en la cuenta de que se estaban mojando les invitó a pasar.
—No deben quedarse afuera con este tiempo. Pasen, pasen a comer algo.
Todos declinaron amablemente la invitación respecto a la comida pues ya habían tomado un oportuno desayuno de las vituallas que portaban. En cambio aceptaron encantados el pasar hacia el interior pues el clima estaba cada vez peor. La temperatura había descendido, demasiado para la época, y el viento comenzaba a danzar macabramente.
Una vez acomodados alrededor del fuego según la costumbre, todos a excepción de Melvin permanecieron en silencio.
—No pudimos evitar escuchar que su otro hijo está ahí fuera con este clima poco propicio.
El rostro de la mujer paso primero por los colores de la vergüenza, ya que acostumbrada a la soledad no había medido sus gritos olvidando por completo la presencia de los forasteros. Luego el color tornó al rojo de la ira y sus facciones se endurecieron de nuevo. No sé que voy a hacer con este hijo mío. Cada día que pasa se vuelve más y más intratable; siempre agresivo para conmigo y su hermano.
—¿Siempre fue una persona tan… complicada? —inquirió Edana.

—En realidad no. Hubo una época, cuando su padre aun vivía, en que era amable. Un niño alegre, con ganas de vivir. Su padre y yo teníamos realmente muchas esperanzas puestas en él. Buen compañero y amigo de su hermano… En realidad ambos eran muy unidos. Tal vez por ser  los únicos niños en la aldea—. Y con aldea se refería al pequeño grupo de casas que rodeaban a la que los cobijaba.
—Supongo —interrumpió Enda—que algo hizo que el muchacho comenzara a odiar la vida.
La mujer le clavó la vista. Aquellas palabras le habían herido evidentemente.
—Quiero decir...
—Sé muy bien lo que quiere decir. Pero hacen mal en juzgarlo. Debajo de toda esa dureza se esconde un espíritu noble y no pierdo la esperanza de que algún día los dioses se apiaden de él y hagan que vea la luz de la vida. Que vuelva a ser el de antes.
—¿Pero que fue en realidad lo que ocurrió? —quiso saber, ya desde la impaciencia, la joven. Tantas preliminares y su curiosidad sin fin le estaban haciendo perder la serenidad.
—«El veneno que carcome», ni más ni menos.
—Y sin embargo quien parece haberlo sufrido no es Uir, sino Alan.
—Está en lo cierto joven guerrero. ¿Porqué… es usted guerrero, verdad?
Alain asintió con respeto pero enérgicamente con la cabeza.
—Lo descubrimos una tarde. Ya la peste  se había llevado a mi cuñado y a su mujer. Del otro matrimonio, la mujer agonizaba y su marido comenzaba a tener los primeros síntomas. A los niños les teníamos prohibido acercarse a las casas de los enfermos pero de alguna manera Alan cayó bajo el influjo de la maldición y pronto no supimos si sobreviviría o no.
—¿Qué hay de la otra gente?
La mujer miró a Aldair a los ojos.
—Hay cinco casas y la cuenta me da cuatro familias. ¿Qué pasó con quienes habitaban la quinta casa?
Melvin sonrió ante el comentario de su hijo espiritual. «Siempre tan meticuloso en exceso», pensó.
—¡Perros! —. Exclamó. —En cuanto aparecieron los primeros síntomas se fueron dejándonos a la voluntad de los dioses. Jamás hemos vuelto a saber de ellos. Ojalá se los hayan comido los lobos.
» Como ya he dicho y pese a haber nacido ambos el mismo día y ser de contexturas muy similares Uir era el predilecto de su padre. Supongo que no puedo reprochárselo pues de igual manera yo me sentía inclinada hacia Alan.
La madre interrumpió el relato. De pronto se había retrotraído a aquellos días y parecía sonreír a sus pequeños retoños mientras estos jugaban sobre los arboles o en el patio. En aquellos tiempos ya lejanos anteriores a la enfermedad. Realmente parecía estar viéndolos en aquel preciso momento.
—Luego Alan cayó enfermo, como les digo. Mi esposo cuidó de él noche y día. Tanto que descuidó las tareas diarias. Yo debí encargarme de los animales y las siembras. Los demás enfermos desmejoraron y murieron a su vez. Ya habíamos perdido prácticamente las esperanzas de salvar a nuestro niño.
»Pero los Dioses tienen maneras extrañas de hacer su trabajo. Una tarde llegó un viajero. Un druida como ustedes que decía conocer secretos sobre la vida y la muerte. Le solicitó a mi marido que lo ayudase a conseguir ciertas plantas del corazón mismo del bosque y este así lo hizo; sin pérdida de tiempo. Una vez que las tuvo en su poder las molió en el mortero y mezclo con aceites y sales que el mismo traía en su morral. Realizó un preparado que dio de beber a mi niño enfermo. Mas luego indicó que lamentablemente no podía quedarse pues le urgían ciertos asuntos y debía marcharse. No sin antes darnos claras instrucciones sobre lo que debíamos hacer para intentar salvar al pequeño. Hecho esto, como había aparecido desapareció y ya nunca más volvimos a verle.
Melvin se acomodó en el tronco en que estaba sentado. Se aclaró la garganta como si fuera a hablar pero no dijo nada. Aquello pasó desapercibido para el grupo pero no para Aldair. La mujer continuó con el relato.
—Como les digo. Mi marido no abandonó ni a sol ni a sombra el cuidado de nuestro hijo teniéndonos incluso prohibido a Uir y a mí que nos acercáramos a la casa de su hermano que ahora estaba disponible pues sus ocupantes acababan de dejar este mundo montados en la grupa de El Negro Jinete. El extraño pensaba que nosotros estaríamos a salvo de contraer tan nefasta sustancia y no se equivocó, pues pasados los días nuestro pequeño Alan comenzó a mostrar síntomas de una leve mejoría. Tanto, que una mañana de un día que prometía ser agradable, corrí a la casa llamada por los gritos de mi marido. Me acerqué a la misma distancia de siempre. Distancia que por orden suya no debía traspasar. En aquel lugar le alcanzaba a diario los alimentos y el agua y el los recogía una vez que yo me iba. Como siempre, me pidió que no avanzara más. Luego la puerta se abrió y salió al exterior una figura menuda, tambaleante y asustada. Se me estrujó el pecho y ahogue un grito al ver lo que había quedado de nuestro retoño. Parecía un espectro. El esqueleto caminante de un duende de los bosques vestido con las ropas de mi hijo. Desde dentro mi esposo le pidió en un tono muy dulce pero tajante que se acercara a mí. Al ver que titubeaba, ya sea por la debilidad pues apenas podía tenerse de pié, ya sea por el temor luego de lo que había ocurrido, como digo al ver que no avanzaba, no lo pensé y desoyendo las ordenes de mi marido corrí hasta la puerta y abracé con todas las fuerzas a mi criatura. Estaba irreconocible, la cara llena de marcas y tan delgado que parecía que iba a quebrase en cualquier momento. Jamás voy a olvidar sus pequeños ojos hundidos. La mirada más dulce que alguien pueda dedicarte. Parecía querer decirme que estaba vivo. Que ya todo había pasado. O eso pensé en aquel momento. No sabía cuán lejos estaba de la realidad. Levanté la vista de los ojos de mi hijo para encontrar los de su padre. Quería transmitirle aquello. Que todo estaba bien. Que podía volver a la casa con nosotros pues seguramente estaría cansado… y entonces lo vi. Tenía el rostro y los brazos carcomidos por las pústulas. Me llevé la mano a la boca y nuevamente ahogue un grito. Se había contagiado. Se había arriesgado al quedarse con el enfermo y había contraído la maldita enfermedad. Yo no sabía cómo reaccionar. No sabía que pensar ni cómo actuar ante aquello que veía. Entonces él me sonrió. Aún resuenan en mi oído sus palabras de aliento:
—Todo va a estar bien, dulce rocío.
Yo continuaba paralizada y al ver esto me arengó y me dio unas claras instrucciones.
—Debes quemar todo lo que haya tenido contacto con los enfermos. Todo. Nada debe sobrevivir. Quema la casa de nuestros amigos muertos. Ya no la van a necesitar nunca más. Quema las ropas de Alan lo mismo que sus juguetes. No dejes nada. Pues el espíritu de la maldición descansa en ellos. —Al ver que yo no atinaba a hacer nada me alentó aún más y señalando en rededor y a los niños, concluyó—: Debe hacerse enseguida por el bien de ellos.
Entonces una fuerza poderosa venida seguramente de los dioses me invadió y acto seguido cumplí con su pedido. Tomé al pequeño Alan en brazos y corrí a la casa donde lo acosté en lo que hasta antes de la enfermedad había sido su camastro y que compartía con Uir. Lo arropé y luego de besarlo en la frente me encaminé hacia la casa de los que habían sido nuestros vecinos, amigos y compañeros en nuestra aventura hasta que la muerte los reclamó de manera tan dolorosa. Una vez ahí procedí como se me había indicado. Con una vela que había tenido la prudencia de llevar conmigo comencé a encenderlo todo y pronto las llamas ascendieron hacia la paja del techo desde donde se desparramó a una velocidad increíble. Salí enseguida de allí. Muy asustada y temerosa de ser también yo victima de las llamas. Corrí entonces hacia donde estaba mi esposo. Quería contarle que lo había hecho. Pero los dioses me tenían aun una sorpresa preparada. No di más de cinco pasos, cuando vislumbre aquello. Desde el interior de la casa salía un humo negro idéntico al que emitía el incendio que yo acababa de crear. Inmediatamente lo comprendí todo. Corrí la escasa distancia que separaba una casa de la otra pero cuando llegué las llamas habían atravesado el techo y reanimadas por el aire fresco se desparramaban a una velocidad espantosa. Corrí hacia la puerta pero estaba cerrada por dentro. Me arrojé contra ella con todo el peso de mi cuerpo que en aquellos años no era mucho y nada le hice. Lo intenté de nuevo. Una y otra vez pero la puerta muy bien construida no hacía más que reírse de mis desesperados intentos. Entonces una idea iluminó mi mente. Corrí hacia la ventana en el lado opuesto de la casa. Los postigos estaban abiertos pero era imposible hacer nada. Las llamas lo habían invadido todo, incluso parecía que el hecho de tener los postigos abiertos avivaba el fuego como una chimenea.
Ahí lo vi.
A través de la abertura pude ver que dentro de la habitación, semi-agachado y con los brazos cruzados sobre el pecho como quien intenta protegerse de golpes, rodeado por las llamas, estaba mi esposo. Le grité. Levantó la cabeza y me miró, o más bien debería decir que clavó en mí su mirada. Grité su nombre. Estaba realmente desesperada, no sabía qué hacer. No entendía que no había nada que pudiera hacer. Entonces su cara se transformó. El horror inicial se tornó en paz y en su rostro se dibujó una sonrisa. Una sonrisa que me indicaba que no debía ponerme mal. Que él elegía sacrificarse por nosotros. Para que nosotros viviéramos. Entendí que aquel no era el fin; que volveríamos a encontrarnos algún día. Entonces el techo, socavados sus tirantes por las llamas, cedió y lo sepultó bajo la masa incandescente de madera y paja.
La mujer calló y la habitación se sumió de golpe en un silencio pastoso. Nadie se atrevió a sacarla de aquel pasado en el que se había refugiado hasta que ella misma, lentamente, comenzó a gesticular como si de pronto comprendiera que estaba viva. Sin embargo todos comprendieron que algo de ella había muerto en aquel incendio.
Aldair miró a Edana a los ojos y con sorpresa se encontró siguiendo el rastro que una pequeña lágrima trazaba sobre la rosada mejilla. El pecho se le estrujó y la saliva se le agolpó en la garganta y costó hacer que pasara. «La dura Edana tiene una fibra sensible después de todo», pensó. De pronto se sintió incómodo, casi vulnerable con lo que le producía aquel descubrimiento y endureciendo el gesto evitó la tentación de ir a abrazarla. Por el contrario retiró la mirada de la joven para encontrarse con la de su maestro y una torcida mueca que en otra circunstancia habría sido de picardía. Volvió a sacar la vista y posarla sobre la anciana. Esta se ponía de pié y se acercaba a la ventana.
—Es tarde—. Exclamó sin entonación alguna. —Ya deberían estar de vuelta.
    
OOOOO

La lluvia arreciaba. Tanto, que los tres hombres separados entre sí por una corta distancia apenas lograban verse. Al constante murmullo del agua golpeando sobre el suelo y sobre la vegetación se sumaban gritos intermitentes. Eran los gritos de Aldair, Enda y Alain llamando a uno u otro de los hermanos. Cada llamado era contestado solo por el rumor del agua. Ni rastro de los hermanos. Cerca de la hora en que el sol comenzaría su descenso al inframundo, si es que había un sol detrás de tanta agua, Enda tuvo un presentimiento. Rápido como el viento se dirigió hacia unos acantilados que había visto el día anterior en su camino hacia la pequeña comarca. El agua caía con fuerza por lo que avanzaba con cautela. Al acercarse al lugar vislumbró un bulto oscuro. Más cerca pudo comprobar que, sentado al borde del acantilado estaba el «hermano ingrato». Aunque más parecía un chorreante espectro de agua que un ser humano. Al sentirse descubierto se puso de pie y luego de titubear unos instantes echó a correr solo para ser alcanzado por el fuerte herrero. Este saltó sobre el muchacho y lo derribó en una rápida maniobra. Ambos rodaron entre el barro y las piedras. En vano el otro intentó forcejear con el fin de escaparse pero dos fuertes brazos lo aferraban como cadenas de acero.
—Tranquilízate; no voy a hacerte daño.
El muchacho lo miró con los ojos muy abiertos y fijos en un claro gesto de temor. Respiraba agitadamente. Era tal el miedo que exudaba que a no ser por la fuerza con que estaba siendo sujetado habría echado a correr nuevamente.
—¿Qué ocurre? —Preguntó Enda—.  ¿Por qué corres? Tu madre está muy preocupada por ti y por tu hermano.
El otro continuaba rígido, sin parpadear siquiera. Las gruesas gotas le golpeaban el rostro pero esto no lo inmutaba siquiera. Entonces, muy lentamente, se puso de pié. Su captor lo acompañó en el movimiento.
—Mi hermano…
Ahora era el muchacho quien sujetaba fuertemente las manos del herrero.
—¡Mi hermano!
Las piernas le fallaron pero Enda evitó que se desplomara. El herrero se acomodó para sostener el peso pero enseguida el otro pareció recobrarse.
—¿Dónde está tu hermano?
—¡Muerto! —contestó luego de un tenso silencio.
   
OOOOO

La lluvia comenzaba a amainar. Alain, Enda y Aldair rodeaban al muchacho. Este, sentado sobre una roca, intentaba narrar los hechos. Se lo veía abatido y confuso. Todo su cuerpo indicaba a las claras su estado anímico. La soberbia que todos habían conocido anteriormente en él no era ahora más que un recuerdo de tiempos remotos.
—Fue un accidente—dijo, intentando mirarlos a todos a la cara—. Ayer a la tarde discutimos a causa de las tareas que ambos debemos realizar y de la forma en que nos las estábamos repartiendo. Le increpé que no me parecía justa la carga que yo debía atender. Aquello derivó en una discusión que fue haciéndose más y más caliente. Cada uno defendía su postura. Pero a mí todos sus argumentos me parecían excusas. Estaba convencido de que lo único que pretendía era holgazanear. Madre siempre le permitió hacer lo que le viniera en gana y yo terminaba haciendo el trabajo más duro. La discusión terminó abruptamente cuando Alan se fue, dejándome solo. Hablándole al viento y a los pájaros. ¡Imagínense! Cada vez que discutimos el me dejaba solo. Nunca terminaba lo que empezaba. A mí aquello no me agradó nada. Estaba lleno de ira y ganas de desquitarme. Dediqué el resto del día en masticar y tragarme la furia. Cada vez que volvía a pensar en lo ocurrido el enojo crecía. Y al final ya no era enojo… ¡Era furia! Impotencia… Cuando terminé las labores del día me dirigí a la casa de mi madre con la firme resolución de discutirlo con ella. Pues en el fondo Alan es… era… tan flojo, por su culpa. Pero esta vez no iba a dejar pasar un momento más. Estaba decidido y no iba a dejar que las secuelas de la enfermedad salvaran a mi hermano otra vez. Ya era hora de que le tocaran tareas más duras. Todo tiene un límite y mi paciencia había alcanzado el suyo.
Imagínense mi sorpresa cuando anoche me los encontré a todos ustedes allí reunidos. No era posible hablar lo que debía con mi hermano y mi madre por lo que comí sumido en la desidia y me retiré a mi casa a dormir. Más tarde cuando todos ustedes también se retiraron Alan se acercó a mi casa… se lo notaba arrepentido. El siempre se arrepiente… se arrepentía… No puedo creer que esté muerto.
El muchacho hizo una pausa. Estaba conmocionado.
—Siempre se arrepentía luego de hacerme enojar. Como me enojaban sus…  idioteces —dudó pero luego remarcó aquella palabra—. Intentó suavizar la situación disculpándose conmigo por ser tan injusto. Me dijo que quería comenzar a participar en tareas más duras como las que yo hacía y por un momento pareció que todo iba a arreglarse. Sin embargo, en determinado momento, no se cómo ni por qué, la conversación tomó nuevo rumbo y comenzamos a discutir otra vez.
 »Supongo que no le habrán gustado mis reproches sobre su holgazanería y el hecho de cómo utilizaba su antigua dolencia para congraciarse con madre. Le dije que no era tema que quisiera tratar aquella noche puesto que teníamos invitados y aunque desconocidos, no era manera de tratarlos. En realidad yo continuaba con mucho rencor por la discusión de la tarde y esta nueva no hacía más que reforzarlo. Quería estar solo. Ya hablaría con nuestra madre durante el día. Pero en lugar de retirarse tranquilamente, me increpó. Me dijo que yo era un abusador. Que no era su padre para decirle que hacer o como hacerlo y entonces cometió la peor de sus idioteces. Con la mano abierta me dio un golpe—. Miró en derredor, como si no pudiera creer lo que estaba diciendo. —Me golpeó como lo hace una mujer! Como nuestro padre cuando éramos niños y hacíamos alguna travesura. No con el puño, sino con la palma abierta. No supe cómo reaccionar. Era la primera vez que nuestras discusiones pasaban a lo físico. El tampoco sabía. Nos miramos. Me di cuenta que estaba sorprendido. Entonces llevó a cabo la segunda idiotez. Se fue y me dejó con la palabra en la boca como tenía por costumbre. Las palabras en la boca y la cara dolorida. Siempre hizo a propósito aquello de irse. Sabía que me molestaba mucho. Ahora creo que esta vez fue más por miedo que por otra cosa.
»Intenté dejarlo pasar, intenté no hacer eco de su provocación pero mi genio me jugó una mala pasada. Como casi siempre. Luego de unos momentos salí tras él. No lo veía. Tampoco había ido a su casa, esta estaba vacía y fría. Me fui a dormir. Ya lo arreglaríamos luego.
Aldair fue quien rompiera el silencio.
—¿Pero cómo?… ¿Qué ocurrió?
Uir lo miró confuso. Casi como si no entendiera la pregunta. Por fin reaccionó.
—Esta mañana llegué hasta este mismo lugar. No lo encontré en su casa por lo que supuse que estaría acá. Recordé que tenía por costumbre venir al borde de este mismo acantilado cada vez que no quería ver a nadie. Decía que aquí estaba a solas consigo mismo y con el mundo, que era un buen lugar para pensar.
»Qué ironía… ahora descansa el sueño eterno en el fondo.
Todos quedaron atónitos por el extraño derrotero que habían seguido las cosas.
—Cuando llegué lo vi sentado allí mismo —estiró el brazo— Al principio no sabía si molerlo a golpes y enseñarle a pegar como un hombre o abrazarlo. El enojo me poseía pero también una cierta felicidad. Jamás habría esperado que el flojo de Alan fuera capaz de levantarle la mano a alguien. Le grité con todas mis fuerzas. Le grité que era un mal hermano. Que no merecía vivir de mi trabajo y que ya era hora de que madurara. El se puso de pié. Yo me acerqué y pude leer en su rostro un sincero arrepentimiento; tiritaba de frio y me di cuenta de que había pasado la noche a la intemperie. De pronto me tragué todo mi orgullo. Decidí perdonarlo una vez más. El entendió el gesto e intentó dar un paso hacia mí, pero no pudo. La piedra donde estaba parado cedió, seguramente socavada por tanta agua y cayó al vacío. Intenté aferrarlo pero fue inútil, se me escapó de las manos…
Todos lo miraron en silencio. Nadie querría vestir sus pantalones en aquel momento. Por su mente pasaban al tropel una manada de sentimientos encontrados. El arrepentimiento tardío, ese que es tan doloroso cuando llega porque ya no sirve de nada. De pronto Uir, rompió a llorar. El joven que ya era todo un hombre lloró desconsoladamente sobre el hombro de Enda. Tan abatido estaba que hizo el amague de cubrirse el rostro para que nadie lo viera pero dejó caer la mano. El herrero lo abrazó como a un hermano y tragó saliva. Todos guardaron un respetuoso silencio. Ojala nunca tuvieran que vestir aquellos pantalones.
—Intenté seguirlo—. Retomó Uir. —Juro por los dioses que intenté terminar con mi vida pues no soporto el dolor. Pero no pude.
Se dejó caer por entre los brazos del herrero hasta quedar de rodillas.
—Es toda mi culpa… si solo no fuera tan…
Luego de unos momentos, cuando estuvo algo más tranquilo Enda lo ayudó a ponerse de pié pero al ver que al otro las piernas le fallaban lo abrazó, esta vez como lo haría un oso. Ninguno dijo nada más. ¿Qué más se podía agregar?

OOOOO

Dos días más tarde el sol salía nuevamente dejando atrás una de las peores tormentas que Melvin hubiera vivido y con la edad del anciano, aquello no era poco decir. El grupo de trashumantes dejaba a la zaga la pequeña y fatídica aldea a medida que sus pasos acortaban el camino rumbo a su destino. Detrás quedaban también dos vidas que no volverían a ser las mismas nunca más. Podría decirse que para ellas la tormenta quedaba instalada.
—Padre— comentó Aldair luego de algunas horas en silencio— ¿Hemos obrado  bien?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero… al hecho de no haber intercedido ante este crimen. Un hombre ha perdido la vida a causa de una reyerta con otro. No debimos castigar de alguna manera al…
—¿Realmente piensas, hijo mío, que no están siendo castigados los culpables en este mismo momento?
—¿Los culpables Padre? ¿Acaso no es Uir el asesino de su hermano? ¿Si no por mano propia, al menos de forma indirecta?
El anciano lo miró a los ojos y no pudo reprimir una amarga sonrisa. De pronto se sintió cansado.
—Hijo mío, lo que acabas de experimentar es el terrible desenlace al que se llega luego de años de errores reiterados.
Al ver que Aldair no comprendía continuó:
—Imagina que vives junto a una gigantesca montaña. Un día comienzas a quitar uno a uno los guijarros de la base. Luego imagina que durante años y años continúas haciéndolo. Continúas quitando el material de la base y lo arrojas lejos. Te aseguro que llegará un día en que la montaña te caerá encima y te sepultará. ¿Es culpable la montaña de tu muerte? Esta madre que hemos conocido hizo eso mismo. Durante prácticamente la vida de sus dos hijos quitó atención a uno de ellos para brindársela al otro.
—Pero padre, era un niño muy débil. Tu mismo escuchaste la historia. Padeció aquella terrible enfermedad…
—No me ha hecho falta escucharla Aldair. Yo conocí a aquellos muchachos y a su padre…
—Pero… ¿Cómo?
—Fui yo quien les aconsejó quemarlo todo. Fui yo quien les preparó aquel elixir.
Permaneció en silencio unos instantes y luego retomó.
—Fui yo quien no tuvo el tiempo de aguardar a que la criatura sanara. De haberlo hecho…
Aldair no creía lo que escuchaba y sin embargo sabía que era la verdad más absoluta. Tragó saliva.
—¿Faltaste a tu juramento?—. Exclamó sorprendido, a media voz.
—Solo para cumplir con uno mayor. Un malabarista no puede mantener muchas bolas en el aire sin que alguna se caiga. Debemos ser capaces de saber cual dejar caer y cual no. Recuérdalo Aldair.
»De todas maneras duele ver el fruto de tus elecciones.
—¿Dices que hiciste una mala elección? ¿Te arrepientes entonces?
—¡Jamás!—. Lo miró airado pero enseguida suavizó los gestos y el tono de voz. —Lo que tenía que hacer superaba en todo a lo que dejé de hacer. No me arrepiento en lo más mínimo. Pero podría haber ayudado, eso es seguro…
»De todas maneras —continuó—, fue la madre quien cometió el verdadero error. El terrible error de no saber distribuir su cariño en partes iguales. Pues es una norma que cuando quien sustenta la imagen de mando hace diferencias entre sus hijos, una de las partes, la que se sienta menos amada o atendida reaccionará de forma fatal para sí misma y para la otra. Recuerda siempre esto, hijo mío, pues se aplica a familias, aldeas y a estados mayores. Es la conducta humana en su mayor expresión. Quien manda debe hacerlo de forma justa para con todos sus protegidos pues ya ves lo que acarrea el hacer diferencias.
Aldair no dijo más. Comprendió lo que su mentor quería significar y grabó a fuego la lección en su mente. Acababa de comprender también por qué aquel se llamaba «un viaje de iniciación». Durante mucho tiempo a partir de ese momento se preguntaría que hubiese pasado si el padre no hubiera muerto en aquel incendio. ¿La familia habría tomado otros rumbos? ¿La vida habría sido distinta para todos ellos? A dos pasos por delante de él, Melvin viajaba lejos montado en sus propios recuerdos. Recordaba un viaje; uno muy distinto a aquel. Un viaje en solitario.
«Jamás me arrepentiré de haber elegido buscar aquella luz», pensó y por su arrugada mejilla rodaron de pronto un par de lágrimas.
 

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